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Una nueva Constitución para Chile

La Constitución chilena de 1980 adolece de legitimidad de origen, al haber sido aprobada durante la dictadura de Augusto Pinochet, y no representa a las nuevas generaciones, cada vez más desencantas con los partidos políticos.

Retrato en blanco y negro de Yanina Welp
Yanina Welp es directora regional para América Latina del Centro de Investigación sobre Democracia Directa de Aarau (c2d) y profesora no numeraria de la Universidad de San Gall. Es doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona) y coordina una investigación sobre mecanismos de democracia directa en 18 países latinoamericanos. courtesy

Distintos estudios de opinión coinciden en afirmar que al menos dos tercios de los chilenos quieren una nueva Constitución [1]. El tema ya había formado parte de la campaña por las presidenciales de 2006, que derivaron en el triunfo de Sebastián Piñera (2010-2014), el único candidato que no proponía un cambio constitucional. Por esto, el amplio apoyo social conseguido por la moción en la actualidad puede verse, en parte, como un triunfo de la presidenta Michelle Bachelet (2006-2010, 2014-), que lo convirtió en el objetivo central de su segundo gobierno. Para febrero de 2016, con su popularidad en mínimos y numerosos casos de corrupción que acosan a los partidos y a la propia familia de Bachelet, la propuesta de una nueva Constitución ha echado raíces y cuenta con un fuerte respaldo de numerosas organizaciones de la sociedad civil.

A inicios de 2016, tres son las cuestiones que marcan la agenda pública en lo que se refiere a la Constitución. En primer lugar, se discute si es necesaria una nueva Carta Magna; en segundo lugar, hay un debate sobre los contenidos que debería incluir el texto; por último, se discute sobre el instrumento más idóneo para elaborar la nueva carta constitucional, y el rol atribuido a la ciudadanía en dicho proceso.

Sobre lo primero –aunque cada vez son menos los actores que se resisten a un reemplazo constitucional–, partidos como la Unión Demócrata Independiente (UDI), de la coalición de partidos de derecha Chile Vamos, sostienen que las reformas realizadas a la Constitución aprobada por el dictador Augusto Pinochet en 1980, han sido suficientes para limpiar de resabios autoritarios la Carta Magna y consolidar el marco de convivencia que da estabilidad al sistema chileno. Para otros, a pesar de las reformas –en particular la de 2005 (58 enmiendas, entre ellas, la modificación de los estados de excepción constitucional y la eliminación de los senadores designados y vitalicios)– y del reemplazo del sistema binominal por uno proporcional en 2015 (sistema que incentivaba el mantenimiento de las dos grandes coaliciones de partidos y garantizaba su acceso relativamente equitativo al Congreso), la Constitución de 1980 adolece de legitimidad de origen (aprobada por la dictadura) y no representa a las nuevas generaciones, crecientemente desencantadas con los partidos políticos (Soto 2013Enlace externo). A modo de ejemplo, las últimas elecciones registraron una participación que apenas rozó el 50%, una de las más bajas de América Latina, mientras los jóvenes se encuentran entre los que menos se interesan y movilizan por asuntos políticos.

En segundo lugar, se debate qué debería contener una nueva Constitución. Para quienes a regañadientes se han sumado al proyecto, como el expresidente Piñera (Renovación Nacional), los cambios podrían ser más cosméticos que de fondo. Pero el tema divide incluso a la Nueva Mayoría, la coalición de partidos de centro y centro-izquierda en el gobierno. Para unos, deberían ampliarse los derechos sociales. Para otros, se trata de cambiar las reglas del juego para eliminar el requisito de mayorías elevadas que bloquea buena parte de las reformas. Este punto es fundamental para quienes piensan que el régimen militar produjo una democracia tutelada, garantizando un amplio poder a los actores agrupados a la derecha, que les permite mantenerse en las instituciones y garantiza el poder de los grupos económicos.

En ‘La Constitución TramposaEnlace externo’, Atria (2013) ha descrito cómo operan estos mecanismos para “neutralizar la agencia política del pueblo” (frase que Atria toma de uno de los fundadores de la UDI). Por ejemplo, las leyes orgánicas constitucionales (educación, administración del Estado, concesiones mineras, partidos políticos) requieren del apoyo de 4/7 de los senadores y diputados en ejercicio, algo que era casi imposible de obtener en el marco del sistema binominal, e incluso, en el improbable caso de que lograra aprobarse, la competencia preventiva del Tribunal Constitucional podría dejar sin efecto el proyecto antes de que se convierta en ley. Frente a esto, son más las voces que coinciden en que la nueva Constitución debe promover el regreso de la política frente al inmovilismo que caracterizaría al Chile actual.

La tercera cuestión es la de las formas. La Constitución de 1980 exige 3/5 de los diputados y senadores en ejercicio para proceder a su reforma, quórum que los detractores de la misma nunca han podido alcanzar. Entonces, ¿qué mecanismos podrían conducir a un reemplazo constitucional? Para reemplazar la Constitución vigente dentro de la legalidad cabría que la presidenta inicie el proceso por decreto o bien que presente las alternativas al Congreso, para que este discuta y apruebe el mecanismo (por ejemplo, una Asamblea Constituyente o un Parlamento con atribuciones especiales).

La hoja de ruta presentada recientemente a la sociedad chilena sostiene que la presidenta enviará durante 2016 un proyecto de reforma a la actual Constitución que permita su reemplazo. Algunos partidos se decantan por la Asamblea Constituyente (Partido por la Democracia, Partido Radical Social Demócrata, Partido Revolución Democrática, Partido Progresista y Partido Comunista), que es el mecanismo preferido por las organizaciones de la sociedad civil, muchas de ellas muy activas en la discusión pública sobre el tema, como Marca tu voto. Sin embargo, la Asamblea Constituyente cuenta también con el profundo rechazo de otros sectores, en particular los agrupados en Chile Vamos.

El proceso participativo que está a punto de iniciarse es un eje central en la propuesta de Bachelet. El mismo se define como una fase de “encuentro”, que consiste en la participación pública institucionalizada a nivel territorial (escalando desde el nivel local hasta el nacional), que busca que las visiones ciudadanas acordadas incidan en la primera versión del Proyecto de cambio Constitucional que enviará la presidenta al Congreso en 2017. Posteriormente, la fase de “deliberación” consistirá en la discusión sobre los contenidos constitucionales en la sede constituyente acordada por el Congreso nacional. Por último, la “soberanía” se ejercerá en la consulta ciudadana ratificatoria del nuevo texto constitucional.

La convocatoria abierta de “facilitadores”, personas con capacitación que se espera cumplan un rol clave moderando discusiones y coordinando la elaboración de las actas en los foros que se desplegarán en el territorio, ya está abierta. Dos días después de abrir la convocatoria, más de dos mil postulaciones sorprendían al mismo gobierno, como señal del interés despertado por el proceso. Con numerosos retos por delante, Chile ha iniciado el camino que podría reemplazar, finalmente, la Constitución del 80, recuperando la agencia política del pueblo. 

[1] Véase por ejemplo el informe del PNUD 2015 ‘Desarrollo Humano en Chile’.

Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no reflejan necesariamente el punto de vista de swissinfo.ch. 


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