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La ola de protestas en América Latina ¿Coincidencia o ‘zeitgeist’?

Redacción de Swissinfo

Varios países latinoamericanos viven una ola de protestas desde hace meses. ¿Es simple coincidencia o estas protestas responden a un mismo patrón? ¿Está en declive la democracia en América Latina? Análisis de Yanina Welp, investigadora del Centro Albert Hirschman sobre la Democracia en Ginebra.

En junio la región latinoamericana parecía más o menos tranquila. El año electoral se anticipaba intenso, con elecciones presidenciales en Panamá, Guatemala, Argentina, Uruguay y Bolivia, entre otras. En México, Andrés Manuel López Obrador había iniciado un ciclo de histórico recambio, cuyo legado no puede preverse aún. La política se estaba leyendo en clave doméstica. Se veía venir, con preocupación, una inminente retracción económica y el avance de una agenda de restricción de derechos (como ejemplo, el desmantelamiento del Amazonas y el ataque a los colectivos indígenas por el gobierno de Jair Bolsonaro en Brasil, denunciado ante la ONUEnlace externo.

A fines de octubre todo cambió. Una ola de protestas masivas en varios países generó sorpresa y expectación. Primero fue Perú: crisis institucional, enfrentamiento entre el gobierno de Martín Vizcarra y el Congreso controlado por el fujimorismo, que finalmente se resolvió con el cierre del Legislativo y la convocatoria de elecciones parlamentarias para enero de 2020.

Siguió Ecuador, donde un paquete de medidas económicas generó el rechazo de muchos sectores de la población. El gobierno de Lenín Moreno envió al ejército a acallar el reclamo. No funcionó. Entonces cedió, derogó las medidas y anunció un diálogo cuyos frutos aún están por verse.

Poco después ocurrió en Chile. La subida del coste del transporte público en Santiago fue la mecha que inició un incendio que todavía no se apaga, en la que se consideraba una de las democracias más estables y prósperas del subcontinente.

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¿Fraude electoral o golpe de Estado en Bolivia?

Este contenido fue publicado en Golpe, sí, y fraude también, sostiene Yanina Welp, investigadora del Centro Albert Hirschman sobre la Democracia en Ginebra.

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Siguió Bolivia, donde el detonante fueron las elecciones generales. En una confusa sucesión de hechos, y en el marco de la expectativa de llegar a segunda vuelta por parte de la oposición al gobierno de Evo Morales (MAS, en el poder desde 2005), se suspendió la transmisión de resultados. Carlos Mesa, por entonces líder de la oposición, denunció fraude. Grupos de apoyo que se fueron distanciando de los líderes iniciales atacaron centros electorales. 

La Organización de Estados Americanos (OEA) tuvo un accionar cuestionable o al menos poco oportuno y más que ayudar a encontrar la salida contribuyó a incrementar el conflicto. Evo Morales se fue del país (primero a México, finalmente a Argentina). Grupos opositores tomaron el gobierno sin seguir los procedimientos establecidos y con el apoyo de los militares (lo analizamos aquí).

Finalmente le tocó el turno a Colombia. Una gran marcha de protesta convocada por los sindicatos y a la que poco a poco se fueron sumando multiplicidad de actores llevó a un esquema de actuaciones similar al de Ecuador y Chile: protestas, represión, redoble de protestas, apertura del diálogo. Un diálogo que aquí tampoco termina de dar sus frutos, por la mala gestión del gobierno y la enorme desconfianza de las organizaciones de la sociedad civil involucradas.

¿Es simple coincidencia o estas protestas responden a un mismo patrón? ¿Está en declive la democracia en América Latina? ¿Seguirá la escalada de protestas? Aquí un intento de responder a estas cuestiones. Anticipo: sí, hay elementos comunes, pero no agotan la comprensión de cada contexto; hay riesgos evidentes de declive democrático, pero no todo está perdido; y sí, es de esperar que las protestas mantengan su patrón ascendente (zeitgest, espíritu de época).

La vulnerabilidad de la economía

Los mercados latinoamericanos son muy dependientes de los mercados globales. La presencia China ha contribuido a introducir liquidez en un contexto de crisis, pero a la vez refuerza esa vulnerabilidad de las economías regionales mientras incentiva el deterioro medioambiental frente al que ciertos sectores de la población, en particular los indígenas y campesinos, son muy sensibles.

Se acabó el boom de las materias primas que había alimentado el gasto público durante los gobiernos de centroizquierda que se expandieron en la década anterior, y se nota, en todas partes. Sin embargo, no hay linealidad entre crisis económica y estallido social.

Primera cuestión, en positivo y en negativo. En positivo, si el gobierno implementa políticas de contención, si explica las medidas, si se ocupa de la población, el estallido puede evitarse (quizás en este momento sea Andrés Manuel López Obrador el representante que más invierte en comunicar, lo que no implica negar otros riesgos para la institucionalidad que se vislumbran en su gestión).

En negativo: hay países donde se dan las condiciones estructurales y no hay estallido. Paraguay es uno, y aquí la respuesta podría venir del papel del Estado, controlado por el partido de gobierno y a cargo de una enorme red clientelar (en otras palabras, el riesgo de protestar es muy alto y las expectativas de obtener una ganancia muy bajas).

La política también importa. A fin de cuentas, en el trasfondo de los estallidos en Ecuador, Chile y Colombia está el sostenimiento de políticas que refuerzan la desigualdad que históricamente ha caracterizado a América Latina pero también la capacidad de partidos y/o organizaciones de la sociedad civil de dar forma a los reclamos. Ahí se observa la gran distancia entre un estallido y el surgimiento de un movimiento social capaz de formular una agenda de demandas a lo largo del tiempo.

Pero hay más. Un problema observado no en todos (Uruguay es la gran excepción) pero sí en la mayoría de los países latinoamericanos es el constante cambio de las reglas del juego a favor de quienes gobiernan y/o la presencia de actores enquistados en el poder – esas élites latinoamericanas tan poco proclives a compartir derechos y repartir mejor la torta.

Las adaptables reglas del juego

La crisis peruana dio una vuelta de tuerca más al dilema institucional en que se encuentra el país desde hace décadas. Martín Vizcarra, el presidente que llegó al gobierno casi por sorpresa, tras el segundo intento de destituir a Pedro Pablo Kucizcky (sobrevivió al primero negociando con la oposición fujimorista y renunció antes de que se concretara el segundo) nuevamente se enfrentaba al Congreso. Fueron semanas complejas. Los politólogos discutieron entonces las sucesivas actuaciones que derivaron finalmente en el cierre del Legislativo y la convocatoria de nuevas elecciones parlamentarias que tendrán lugar en enero de 2020.

¿Hubo ruptura institucional? ¿Se ajustó el proceso a la legalidad? Pues, no del todo. Si hay dudas sobre la legalidad del proceso, no hay ninguna sobre el apoyo popular con el que cuenta el presidente. Pero no tiene partido. He ahí uno de los grandes males de la democracia peruana, que funciona y sobrevive contra todo pronóstico, con los partidos más débiles y perecederos del entorno.

Desde 2000 todos los presidentes peruanos han terminado sus mandatos con niveles de apoyo extremadamente bajos y sus partidos han desaparecido o no han competido en la elección inmediatamente posterior. Una señal más: véase el aval que tiene en Perú el cierre del Congreso (que tiene un precedente en las actuaciones de Alberto Fujimori en 1992, en el conocido como “autogolpe”). Según el Barómetro de las Américas, el 58,9% de los peruanos tolera golpes de Estado del Ejecutivo, la cifra es considerablemente menor en todos los demás países.

Tolerancia a golpes de Estado en Perú
Lapop

La desconfianza, los medios digitales y la polarización   

Finalmente, está la dimensión social, que incluye el hartazgo de una ciudadanía que ya no compra promesas de largo plazo y que cada vez desconfía más de partidos y congresos, que considera que “a los políticos no les importa lo que le pasa a la gente”.

Cuando el presidente Sebastián Piñera reaccionó al inicio de las protestas y disturbios en Chile diciendo “estamos en guerra contra un enemigo poderoso”, los sectores de la población que se habían movilizado frente a lo que percibían como una injusticia se enfurecieron; más aún cuando un ministro sugirió que se despertaran más temprano para pagar menos por el billete. Esa falta de empatía también explica el enojo.

Varios elementos se conjugan para explicar estas movilizaciones: la ciudadanía confía poco en los políticos, percibe altos niveles de corrupción, y tiene menos paciencia. Lo dramático es que el crecimiento de este desencanto está afectando el apoyo a la democracia, como muestra el informe del Latinobarómetro 2018. En Brasil el apoyo a la democracia ha caído al 34% y la media regional es del 48%.

Latinobarómetro 1995-2018: Apoyo a la democracia por país
Latinobarómetro 1995-2018

Pero si en Chile hay un desplazamiento de los partidos, no ocurre lo mismo en Argentina, donde las elecciones generales han sido capaces de canalizar el desencanto (está por verse si esto se sostiene en el tiempo, porque todos los actores coinciden en que la crisis económica es de calado y sus efectos se recrudecerán).

Es la economía, es la política pero también es la influencia de nuevas formas de comunicarse, producir y poner a circular información. La ciudadanía confía menos, tiene más herramientas para informarse –lo que no quiere decir que sean siempre mejores–  y tiene menos paciencia.

Por eso cabe prever que haya protestas con mayor frecuencia si se sigue deteriorando el pacto entre representantes y representados y las expectativas de ascenso social o al menos de llevar una “buena vida” siguen decayendo por la desigualdad, la pobreza y la inseguridad.

Yanina Welp es investigadora del Centro Albert Hirschman sobre la Democracia en Ginebra, que intenta entender de qué adolecen las democracias y la creciente desilusión de los ciudadanos con el poder democrático.

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