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“Éramos tan jóvenes e idealistas”

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Encarcelado y torturado durante la dictadura de Augusto Pinochet, César Cabrera es uno de los cientos de chilenos que encontraron refugio en Suiza. A los 72 años, todavía suele despertarse a mitad de la noche gritando, y refugiarse en el sótano para leer a Marx.

11 de septiembre 1973. Cuarenta años han pasado desde el golpe de Estado en Chile y, sin embargo, en esta pequeña habitación el tiempo parece haberse detenido. “¿Ves esa foto ahí arriba? Soy yo sentado al lado de Salvador Allende”. Muchos fragmentos de la vida de César Cabrera cuelgan ahí: la orden de detención ya amarillenta, la foto tomada el día de exilio, su diploma de maestro.

“Son las únicas cosas que me traje cuando huí de Chile, me dije que si me daban un tiro, por lo menos moriría con mis fotografías y mis libros”, comenta con gravedad. Luego sonríe y agrega: “Éramos tan jóvenes e idealistas…”

César Cabrera llegó a Suiza hace treinta años en fuga de una doble dictadura: la militar de Pinochet y la comunista de Ceausescu.

Hoy, a los 72 años, este refugiado político chileno me recibe en su casa de Rancate, en el cantón del Tesino. Pantalones cortos y camiseta, descalzo, abre sus brazos en señal de hospitalidad, como si fuéramos viejos amigos.

La vía chilena al socialismo

Criado en una familia de intelectuales altamente politizada, César Cabrera comienza su militancia en el Partido Socialista de Chile a los 15 años. De joven  lucha junto a los mineros y los pescadores por un salario justo y enseña a los niños a leer y escribir, con base en la pedagogía de la liberación.

Cuando Salvador Allende llega al poder en 1970, César Cabrera es nombrado dirigente político en la región de Lota. En los primeros meses reina un gran entusiasmo. “Allende pone en marcha la reforma agraria, decreta el derecho a la educación, nacionaliza la producción del cobre y otras materias primas. Con el tiempo, sin embargo, comenzamos a sentir los efectos del boicot y el espectro de una guerra civil”.

¿Allende fue demasiado lejos? Cabrera es categórico: “Sigo convencido de que el suyo era un programa democrático popular, no revolucionario. Pero está claro que iba en contra de los intereses de las multinacionales y de Estados Unidos, en plena Guerra Fría”.

La dictadura

Con el golpe de Pinochet, Cabrera entra a la clandestinidad y retorna a la enseñanza en la escuela elemental y en el liceo de Lota. Hasta allí, un par de semanas después, llegan los militares y lo detienen en una operación con gran estilo: “Me obligaron a desnudarme y me golpearon frente a los niños. Traté de calmarlos porque los soldados tenían órdenes de disparar contra quien fuera”.

Desde una pequeña cárcel de provincia, Cabrera es transferido al Estadio regional de Concepción y luego a la isla Quiriquina, dos lugares símbolo de la represión de Pinochet.

“Estuve dos años y medio en prisión, torturado”. “Su voz tiembla cuando dice que todavía a veces se despierta en medio de la noche gritando. Las heridas resurgen como puntas de alfileres. “Nos tomaban por los pies con una grúa y nos sumergían la cabeza bajo el agua. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Luego estaban las descargas eléctricas, los campos de tiro al blanco, los simulacros de fusilamiento, las tumbas excavadas a mano, la tortura psicológica”.

Durante la dictadura de Augusto Pinochet, 1973-1990, fueron perseguidas y encarceladas por motivos políticos más de 40.000 personas, de las cuales más de 3.000 fueron asesinadas o desaparecidas.

Los refugiados chilenos tuvieron una suerte diferente en relación con Suiza.  Algunos se quedaron varados en la embajada o fueron repatriados a su llegada a  suelo helvético.

Otros lograron permanecer en Suiza gracias a un gran movimiento de solidaridad popular, o tras el reconocimiento oficial de su condición de refugiados.

Entre 1973 y 1990, Suiza recibió 5.828 solicitudes de asilo de ciudadanos chilenos. Las estadísticas de la Oficina Federal de Migración no mencionan el número exacto de refugiados reconocidos en ese período. Sin embargo, según el Diccionario Histórico de Suiza, el Consejo Federal decidió en un principio  aceptar solamente a 200, pero se vio obligado a rectificar como resultado de las fuertes protestas. Durante la década siguiente, el gobierno federal otorgó asilo a cerca de 1.600 chilenos en calidad de refugiados políticos.

La fuga

Para la salvación de César Cabrera, su trabajo como maestro fue un golpe de suerte. “Yo era el único profesor aún con vida en la región. Así es que cuando el régimen me pidió preparar un espectáculo de gimnasia en honor de Pinochet, con la intención de humillarme, acepté y me escapé en la primera oportunidad”.

Al llegar a Santiago busca refugio en la embajada italiana. “Me escondí detrás de un árbol , esperando el cambio de guardia. Entonces corrí, salté el muro en el único espacio sin alambrada y me tiré al otro lado”. Los francotiradores le dispararon, pero no lo alcanzaron.

Ocho meses después, en marzo de 1976, llega el decreto de expulsión de parte de las autoridades chilenas. Destino: la Rumania de Nicolae Ceausescu, uno de los pocos países del bloque comunista que no había roto relaciones con Pinochet. Cabrera tiene 35 años y en el bolsillo, el pasaporte con la inscripción en letras mayúsculas, “prohibida la entrada a Chile”.

Comunismo y lucha armada

“Ahora que estoy viejo puedo contarlo. Cuando estaba en Bucarest me puse a disposición del Partido Socialista Chileno: políticamente, pero también militarmente”. Cabrera fue enviado a Rusia, Cuba, Bulgaria y Alemania del Este a estudiar marxismo y leninismo y a prepararse para una eventual lucha armada en Chile. Una imagen de guerrillero difícil de conciliar con la que tengo en frente, de un antiguo profesor de mirada tierna y manera pacífica.

¿Cómo justifica esa elección? César Cabrera toma un vaso de agua, me mira directamente a los ojos y continúa. “Estábamos dispuestos a hacer cualquier cosa para poder volver a Chile. Finalmente libre. Solo con el tiempo nos dimos cuenta de que caímos en un infantilismo revolucionario”. 

En Rusia, Cabrera aprende a conducir tanques y persigue en vano el sueño del Hombre Nuevo. Hasta que llega la primera ducha de agua fría: “Con la excusa de que adquiriera experiencia en el campo, me iban a enviar en Angola y al Congo para luchar. Nos negamos, no era nuestra guerra”.

La crítica a la Unión Soviética y al régimen de Ceausescu, le valió trabajos forzados. Llegó el día de la fuga, la segunda.  Esta vez, a Suiza, un país que  define como “altamente democrático” e “irremediablemente capitalista”.

“Sin embargo, ironía de la suerte, aquí  encontré a mi mujer y la paz”.

Romper la cadena

Sentado en una mesa en el jardín, con una rebanada de torta chilena y café,  César Cabrera me habla de los primeros años en Suiza: las dificultades económicas, la solidaridad de la familia del Tesino, el encuentro con su esposa Daniela, la entrevista para un puesto en la enseñanza para adultos. “Fui con la ropa que me había dado el pastor. Vestido de muerto, pero elegantísimo”.

Haber podido volver a la enseñanza fue su salvación, dice. “Habría aceptado un trabajo como conserje con tal de quedarme en una escuela.

“Cuando era más joven, los estudiantes venían a su jardín para repetir las lecciones de español o para hablar de historia y de política. Y sus compatriotas organizaron la resistencia en este jardín.

Hoy, César Cabrera ya no hace política, al menos no en un partido.  A sus estudiantes les cuenta a menudo su experiencia en Chile. “Para que la gente no lo olvide”. Y cuando necesita respuestas, desciende al sótano y abre El Capital  de Marx. Lo miro sorprendida. ¿Lo cree aún, después de todo lo que ha vivido? “Yo no creo en la ideología política, sino en el marxismo como filosofía”. Me sonríe. “Nos llaman románticos incurables a  los que todavía creemos en un mundo mejor y en la necesidad de que la gente logre romper las cadenas”.

Traducción, Marcela Águila Rubín

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