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El derecho a la participación

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Complementar nuestras instituciones con mecanismos de participación directa que convivan con los espacios representativos es uno de los grandes retos para la democracia del siglo XXI. Para ello es necesario asegurar unas reglas democráticas que traten a la ciudadanía como adulta y le faciliten tomar sus propias decisiones de manera deliberativa y autónoma.

Las instituciones políticas pasan por un momento difícil. Afectadas por una importante crisis de legitimidad, corrupción y una desafección generalizada, se encuentran gravemente desconectadas de gran parte de las aspiraciones colectivas de la sociedad del siglo XXI. En medio de esta crisis, es crucial innovar y repensar nuestras instituciones, y muchas personas vemos con ilusión cómo se ponen en marcha propuestas novedosas de participación y transparencia que aspiran a acercar la política a la ciudadanía a través de mecanismos de control democrático sobre sus instituciones y sus representantes.

En Zaragoza, uno de los experimentos más ambiciosos en este sentido son los presupuestos participativos. En este proceso, 5 millones del presupuesto de inversión son directamente decididos por las habitantes de cada distrito, que pueden presentar propuestas, decidir cuáles pasan a una fase de votación y, finalmente, decidir directamente el destino del presupuesto asignado a través de una encuesta ciudadana vinculante.

La virtud de esta propuesta, inspirada en casos como los de Reikiavik, París o Chicago, es que permite canales de participación, presenciales y digitales, a través de los cuales la ciudadanía puede ganar control sobre su ayuntamiento, complementando la labor de sus representantes, decidiendo sobre necesidades que estos no han detectado o a las que no otorgan la prioridad que pide la ciudadanía.

Como otras iniciativas similares, la propuesta no está exenta de debates. Entre distintas fuerzas políticas surgen inquietudes sobre en qué papel dejan este tipo de procesos a los grupos políticos o espacios de representación descentralizada como “legítimos representantes de la ciudadanía”.

Así, en estas páginas, reclamaba el vicesecretario territorial de CHA para el área metropolitana de Zaragoza que en los presupuestos participativos las juntas de distrito deberían tener un papel fundamental en la decisión final. Sin embargo, no es difícil entender que si en un proceso participativo de este tipo la decisión final no la toma la propia ciudadanía que ha participado, sino un órgano de representantes políticos, el proceso pierde buena parte de su sentido.

En primer lugar, porque esto transmitiría el mensaje de que, en última instancia, no se confía en la capacidad de los habitantes de nuestra ciudad; un mensaje difícilmente compatible con la ilusión y la confianza que requiere un proceso tan serio como unos presupuestos decididos colectivamente.

Miguel AguileraEnlace externo es investigador de la Universidad de Zaragoza y miembro de la asociación Demotec.

Pero hay un segundo motivo mucho más profundo, y es que el derecho a una participación directa consiste precisamente en que existan espacios en la institución en los que sea la ciudadanía quien pueda decidir por sí misma, aumentando así el alcance de la política estrictamente representativa.

La participación directa sirve para llegar allí donde los órganos de representación no tienen los medios para capturar la complejidad social de nuestras ciudades. Si no somos capaces de garantizar mecanismos eficaces de participación abierta y universal, nos volveremos a encontrar con los mismos límites de la política representativa, con demandas ciudadanas que no son escuchadas, con representantes alejados de la sociedad, etc. Es decir, seguiremos sin poder superar los vicios de esa política estrictamente representativa a la que tanto se aferran los partidos.

Los órganos representativos y los mecanismos que permiten descentralizar esta representación cumplen un papel, pero no son muy efectivos para canalizar la participación ciudadana. Así, no han sido capaces de atender buena parte de las demandas de una participación más directa que la ciudadanía reclama, especialmente desde el 15-M. Si queremos una participación democrática real es preciso reconocer una legitimidad propia de los procesos de participación, en especial la capacidad de ser vinculantes.

Complementar nuestras instituciones con mecanismos de participación directa que convivan con los espacios representativos es uno de los grandes retos para la democracia del siglo XXI. Para ello, es necesario salir de la zona de confort de la política de partidos y pensar cómo asegurar unas reglas democráticas que legitimen una participación no supervisada, que trate a la ciudadanía como adulta y le facilite tomar sus propias decisiones de manera deliberativa y autónoma.

Este artículo se publicó originalmente en el blog de redescomunes.netEnlace externo.

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