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Civiles budistas e hindúes también huyen de los combates en Birmania

Nin Oo Khaing, junto a su familia el 30 de agosto de 2017 en un centro para desplazados internos en Sittwe, Birmania afp_tickers

La vida de los campesinos de la etnia mro en San Thu, en el noroeste de Birmania, nunca ha sido fácil, pero desde la reanudación de los combates entre el ejército birmano y los rebeldes musulmanes rohinyás, se ha convertido en una pesadilla.

En el estado de Rakáin, región limítrofe con Bangladés y la más pobre de Birmania, viven aproximadamente un millón de rohinyás, una minoría perseguida y considerada extranjera. También hay otras etnias como los rakáin, los mro, hindúes…

Aquí las aldeas no suelen ser mixtas a nivel étnico y la convivencia entre las comunidades es complicada.

“Teníamos una vida sencilla. Somos cultivadores, como nuestros antepasados, pero hoy no tenemos seguridad”, explicó a la AFP San Tun, budista y miembro de la etnia mro.

Hasta ahora vivía en una aldea cercana a Maungdaw, en el corazón de los disturbios. La zona se encuentra bajo tensión desde octubre pasado, cuando unos rebeldes rohinyás atacaron comisarías.

Los combates se reanudaron el 25 de agosto y causaron al menos 400 muertos, forzando a más de 73.000 personas, principalmente rohinyás, a huir hacia Bangladés.

Al mismo tiempo, miles de budistas y de hindúes huyeron hacia las grandes ciudades de la región.

La AFP ha visitado la zona con motivo de un viaje organizado por el gobierno.

Por primera vez, los mro se encuentran atrapados en el conflicto. En agosto, los rebeldes musulmanes mataron a ocho miembros de esta comunidad, entre ellos un hermano y el hijo mayor de San Tun, explica el hombre de 46 años.

Por miedo a otros ataques, el grupo se refugió en las zonas controladas por el ejército y el gobierno, abandonando los campos y el ganado, sus únicos medios de subsistencia.

“No queda nadie para alimentarlos, creo que nuestros cerdos estarán muertos”, se lamenta.

– “Antes éramos hermanos” –

Han Thein, una budista de la etnia rakáin, también está preocupada. Ella huyó a Sittwe, la ciudad más grande del estado, tras haber pasado una noche escondida en el bosque con su familia.

“Estaba muy preocupada por mis nietos. Hemos corrido pensando sólo en nuestra seguridad”, explica en un monasterio en el que se ha refugiado. Caminó tres días para llegar a la ciudad.

A su lado, San Mae, un budista de la misma etnia, de 52 años, cuenta que es “la tercera vez” que debe irse de su aldea.

Cada episodio de violencia se traduce en un desplazamiento para su familia, como en 2012, cuando en los enfrentamientos interconfesionales murieron casi 200 personas, principalmente musulmanes.

“Todavía oigo el ruido de los disparos. Cuando lo pienso, mi corazón late muy deprisa”, describe.

Otro de los grupos de civiles atrapados en la espiral de violencia son los hindúes. En el hospital de Maungdaw, varias familias velaban el viernes los cuerpos de seis obreros que al parecer cayeron en una emboscada de rebeldes rohinyás.

“Nos vamos a quedar aquí un poco, pero no sé adónde iremos si la situación se agrava más”, afirma Chaw, una hindú de 50 años.

Muchas familias rohinyás refugiadas en Bangladés confirmaron a la AFP que algunos hombres prefirieron unirse a la rebelión incipiente, en vez de acompañarlas al país vecino.

El grupo que reivindicó los ataques, el Ejército de Salvación rohinyá de Arakán (ARSA), dice defender los derechos de esta minoría musulmana.

Hace años que los expertos advierten de que la persecución a esta minoría apátrida podría desembocar en la radicalización de algunos de ellos.

No todos los musulmanes apoyan la rebelión. Algunos estiman que envenena la situación todavía más.

“No queremos terroristas”, explicó un rohinyá de la aldea de Maungni, que añora esos tiempos en los que “todos éramos como una familia, como hermanos”.

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