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Supervivientes de las matanzas de Ruanda relatan el horror del genocidio

Trabajadores extrayendo de la tierra los restos de una fosa común en Nyamirambo, cerca de Kigali, el 7 de abril de 2000. En el lugar habían sido enterradas al menos 32.000 personas que seis años después de la masacre en Ruanda iban a ser enterradas afp_tickers

“En cuanto me acerco a esa iglesia, me vuelvo loco”, asegura Jean-Damascène Rutagungira, que el 13 de abril de 1994, una semana después del inicio del genocidio en Ruanda, asistió a la matanza de toda su familia en esa parroquia de su pueblo, Kabarondo, al este del país.

Veintidós años más tarde, este agricultor se dispone a declarar en París contra quien fuera entonces alcalde de Kabarondo, Octavien Ngenzi, y su predecesor, Tito Barahira, juzgados a partir del martes por su presunta participación en el genocidio.

“Perdí a mi mujer, a mis hijos, a toda mi familia”, recuerda Jean-Damascène, al recordar aquella funesta iglesia católica. A su entender, la culpabilidad de los dos acusados no ofrece la menor duda. “Si no hubieran estado ahí, no habría habido tantos muertos” asegura este tutsi de unos 50 años, sentado ante su casa rodeada de campos de maíz y bananos.

En la mañana de aquel 13 de abril, la población y las milicias hutu Interahamwe se prepararon para iniciar el asalto desde la plaza del mercado. Jean-Damascène, refugiado en la iglesia, está convencido: Octavien Ngenzi y Tito Barahira formaban parte de los asesinos.

Armados con piedras, los Tutsi intentaron resistir, pero no lograron oponerse a los militares y a los milicianos que llegaron como refuerzo, equipados con granadas y armas de fuego. “Hubo muchos muertos. Había cadáveres por todas partes frente a la iglesia”, rememora Jean-Damascène.

– “Es el momento de cortar” –

Los milicianos hicieron salir de la iglesia de ladrillo a los supervivientes y procedieron a “separar los hutus de los tutsis”. La madre de Jean-Damascène fue abatida ante sus ojos. Luego otra mujer salió de la iglesia. “Una anciana que se llamaba Joséphine Mukaruhigira”, prosigue. “Se dirigió a Tito Barahira y le dijo: ‘No me maten, soy hutu'”. Pero Tito Barahira “la empujó y la mujer cayó de bruces. Y ahí, un Interahamwe la mató de un mazazo en la cabeza”. “Yo lo vi”, insiste.

El antiguo alcalde salvó en cambio de la matanza a un hutu cuya madre era tutsi, lo que prueba, según el testigo, la influencia del exdirigente. “Todo el mundo era asesinado, pero este hombre se salvó porque así lo pidió Tito Barahira”, dice Jean-Damascene.

Respecto a Octavien Ngenzi, éste “daba órdenes” pero de forma más discreta, puntualiza.

Tras el asesinato de la anciana, los milicianos ordenaron a los supervivientes que se pusieran de rodillas y que escondieran su rostro. “Luego uno de ellos gritó: ‘Llegó el momento de cortar’. Y empezaron a matar a la gente a machetazos”, relata.

Jean-Damascène logró huir milagrosamente y sobrevivió escondido en la selva hasta que el Frente Patriótico Ruandés (FPR) – exrebeldes tutsi hoy en el poder- llegó a la zona a finales de abril.

Octavien Ngenzi y Tito Barahira niegan los hechos que se les reprochaN. El primero admitió durante la investigación que se vio superado por la locura asesina imperante y no pudo oponerse a ella, pero ese argumento es difícilmente aceptable para los supervivientes. Oreste Incimatata, cura de la parroquia de Kabarondo en 1994, asegura que ambos hombres “eran poderosos” y “tenían mucha influencia entre la población” por su estatuto de alcaldes.

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