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Poner en órbita, difícil y costoso

Dibujo del cohete Proton que el 12.07.2000 surcó el espacio con el logo de una cadena de comida rápida estadounidense. Para financiar el lanzamiento de Zvezda, primer módulo habitable de la Estación Espacial Internacional, los rusos debieron aceptar ese tipo de patrocinadores. Reuters

Con su proyecto, desvelado a mediados de marzo, la empresa suiza S3 entrará en el selecto club de aquellos que son capaces de poner un satélite en órbita alrededor de la Tierra. Un mercado en pleno crecimiento y cada vez más competitivo, que superará 50 mil millones de dólares en 2020.

En los tiempos heroicos de la carrera a la Luna, las cosas eran simples. En el contexto de la Guerra Fría, un cohete capaz de alcanzar el espacio solamente podía ser soviético o estadounidense. Los comunistas tenían sus naves espaciales, el mundo libre las suyas, todos, más o menos bajo mandos militares. Medio siglo más tarde, el prestigioso Soyuz se eleva con los colores de Europa, que puede también encomendar sus satélites a un lanzador indio e incluso chino. La tripulación de la Estación Espacial Internacional (ISS) solamente puede ser relevada con una nave rusa y los operadores privados venden la puesta en órbita de sus satélites de telecomunicaciones al mejor postor.

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En julio de 2000, vimos elevarse desde el Cosmódromo de Baikonur un cohete Protón con un logo gigante de Pizza Hut. Y es que un cohete cuesta caro (de 50 a 200 millones de dólares, según su potencia). Y los Servicios Internacionales de Lanzamiento (ILS), la empresa conjunta ruso-estadounidense, que administra  desde 1995 ese pesado lanzador -concebido para enviar a un hombre a plantar  la bandera roja en la Luna-, no estaba realmente en condiciones de rechazar un millón de dólares de la cadena estadounidense de comida rápida. Sobre todo después de un fallido lanzamiento unos meses antes.

La guerra de las galaxias

Sin embargo, el espacio no se rige todavía por las solas fuerzas del mercado. “La agencia espacial más importante del mundo no es la NASA. Es el Departamento de Defensa de Estados Unidos”, recuerda Daniel Neuenschwander, jefe de la Oficina Suiza del Espacio. Por lo tanto, los estadounidenses pueden permitirse todavía el lujo de reservar sus dos lanzadores más potentes, Atlas y Delta, para misiones esencialmente institucionales.

“Institucional” no significa en este caso solamente militar. El cohete Atlas V se utiliza también para lanzar las sondas de la NASA a Marte y al resto del sistema solar. Sin embargo, desde comienzos del siglo XXI, de 48 cohetes Atlas y Delta enviados con éxito, 30 llevaron satélites de telecomunicaciones, del servicio meteorológico o de vigilancia fletados por el ejército o por alguna agencia de inteligencia del Tío Sam.

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Este nexo entre los militares y los cohetes (que al final, descienden todos del V2, el misil nazi) es aún más fuerte en China, donde todo el programa espacial depende del Ministerio de Defensa. “En el 2012, los chinos efectuaron el mayor número de lanzamientos institucionales”, dice Daniel Neuenschwander. En cuanto a Rusia, que tuvo que compartir con Ucrania la herencia espacial -desde los años de gloria hasta la desintegración de la URSS-, Vladimir Putin se propone volverla a la órbita tras una serie de reveses. A mediados de abril, el presidente anunció la creación de un Ministerio del Espacio y 40 mil millones de euros en inversiones de aquí a 2020. Un maná que beneficiará no solamente a los civiles.

Por lo tanto, a pesar de la colaboración cada vez mayor – y que según Daniel Neuenschwander, deberá aumentar si el hombre quiere ir a Marte y más allá-, cada miembro del club del espacio tiene que cuidar su imagen.

“El espacio es siempre un asunto de prestigio”, resume Anton Ivanov, colaborador científico del Centro Suizo del Espacio, que trabaja en particular sobre CHEOPS, el futuro telescopio espacial helvético.

La guerra de precios

Prestigio, sin duda, pero también negocios. La explotación comercial del espacio comenzó en 1965 con Intelsat I, el primer satélite privado de telecomunicaciones. En 1979 surcó el espacio el primer cohete europeo Ariane y la siguiente década fue testigo de la apertura del mercado. Incluso la URSS, ya en declive, se resolvió a lanzar satélites “capitalistas” desde 1985. Hoy en día, además de EE.UU., Rusia y Europa, quien quiere colocar un satélite en órbita puede elegir además un cohete indio, japonés, ucranio, sudcoreano o chino.

En este caso, la bandera apenas tiene importancia. Lo que cuenta, por encima de todo, es “la capacidad  del lanzador para cumplir con los requisitos de la misión, su fiabilidad y el precio de los servicios de lanzamiento”, dice Daniel Neuenschwander. En otras palabras, no hay necesidad de movilizar las 700 toneladas del Ariane V para llevar un satélite de una tonelada a una órbita baja. Y es mejor elegir un cohete que no entrañe (demasiado) el riesgo de explotar en el despegue.

La fiabilidad es lo que hace la fuerza de los europeos de Arianespace. Inclusive si los tres cohetes: Ariane, Soyuz y Vega son relativamente caros, mantienen el liderazgo de los lanzamientos comerciales. En 2012, la sociedad efectuó 10 lanzamientos, que representan el 55% del mercado abierto a la competencia. Y para 2013, ganó 60% de los nuevos pedidos.

Pero la competencia está al acecho. En 2002, Elon Musk, un empresario sudafricano establecido en California que hizo fortuna con el sistema de pago en línea PayPal, lanzó SpaceX, que promete reducir en más del 20% el precio por tonelada en órbita. Después de tres fracasos sucesivos, su cohete Falcon lanzó su primer satélite en 2009. Tres años más tarde, SpaceX logró arrimar su carguero automático Dragón a la ISS. Éxito ratificado a principios de este año. Sobra decir que tiene largos colmillos.

Sobre su plataforma de despegue, el mayor cohete europeo pesa más de 700 toneladas, masa constituida en cerca del 90% por el carburante.

Un minuto después del lanzamiento, el cohete se encuentra a 7500 metros del suelo y vuela todavía a solamente 720 km por hora. A los 2 minutos y 20 segundos ha recorrido los dos tercios del trayecto que nos separa del espacio. A 66 km de altitud, se desplaza a 7.400 km por hora y larga sus propulsores a polvo.

A 9 minutos y medio de vuelo se encuentra a 147 km de altitud. Su velocidad es de 28.033 km por hora. Ha vencido la atracción terrestre y larga su primer propulsor.

A la extinción del segundo, la velocidad puede sobrepasar los 33.000 km/h. En una media hora, Ariane quema todo su carburante. Según la órbita fijada, la masa que propulsa en el espacio va de 2 a 20 toneladas.

Pequeño en las Grandes Ligas

¿Y el S3 en todo esto? Lejos de competir con los gigantes de la industria, el sistema que ofrece el recién llegado se limitará a colocar satélites de 250 kg en una órbita baja, que no supera los 700 kilómetros de altitud. ¿Un mercado marginal? “Es cierto que la mayoría de los satélites son más pesados”, admite Anton Ivanov. “Pero con los avances en la miniaturización y el desarrollo de los satélites de teledetección, tendremos cada vez más en este rango de entre 200 y 300 kilos. CHEOPS, por ejemplo, pesará solamente 250”.

“Si S3 logra ser competitivo, abrirá muchas posibilidades, ya que cada país podría tener su cosmódromo. Es suficiente un aeropuerto, sin necesidad de  infraestructuras pesada como Cabo Kennedy, Kourou o Baikonur. Por lo tanto, puede funcionar. Puede ser un nuevo nicho para Suiza”, dice el científico ruso.

Traducción, Marcela Águila Rubín

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