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Desplazados sirios prefieren las ruinas al riesgo de coronavirus en campos superpoblados

Varios niños juegan delante de un edificio destruido por bombardeos de las fuerzas prorrégimen en Ariha, una ciudad en el norte de la provincia de Idlib, en Siria, el 11 de abril de 2020 afp_tickers

Su casa en el noroeste de Siria está en ruinas, pero Hasan Jraybi y sus diez hijos decidieron regresar a su ciudad natal destruida por la guerra, al igual que muchos otros desplazados, que abandonan zonas superpoblados por temor al nuevo coronavirus.

Aprovechando un alto el fuego en la provincia de Idlib, este padre de familia volvió a Ariha, donde se instaló en un pequeño apartamento que le prestó un conocido.

«Estábamos en el norte [de Idlib] y allí los campos de desplazados están abarrotados», explica el hombre de unos cuarenta años, corpulento y con la piel quemada por el sol.

«Tuvimos miedo de la propagación del coronavirus. Decidimos volver, aunque nuestras casas estén destruidas», cuenta.

Oficialmente no se ha registrado ningún caso de COVID-19 en la provincia de Idlib y sus alrededores, último gran bastión yihadista y rebeldes en el que viven unos tres millones de personas.

Pero las oenegés temen una catástrofe humanitaria si el virus se propagase en esta región, sobre todo en los campos masificados donde las familias viven en la miseria, con un acceso limitado a cuidados médicos y al agua potable.

A pesar de que su casa ha quedado reducida a una montaña de hormigón, Hasan escogió volver a Ariha. Y cada día, recorre con su camión cisterna las calles devastadas de la ciudad, para vender agua a los habitantes que, como él, apostaron por regresar.

– «Miedo por los niños» –

La familia de Hasan formaba parte de cerca del millón de desplazados registrados por la ONU, que fueron expulsados de sus casas por una ofensiva que el régimen y su aliado ruso relanzaron en diciembre en el noroeste sirio.

Muchos de ellos huyeron al norte de la provincia de Idlib, llegando a la zona fronteriza con Turquía, considerada como más segura. Hasan y su familia vivieron ahí durante dos meses, instalándose durante un tiempo en un campo de desplazados cerca de Maaret Misrin.

Pero a principios de marzo, cuando la epidemia de COVID-19 se propagaba en el mundo y una tregua detenía la ofensiva del régimen, cientos de familias aprovecharon para volver a Ariha.

Es el caso de Rami Abu Raed, que pasó dos meses con su mujer y sus tres hijos en el norte de Idlib.

Allí, la familia compartía su alojamiento con conocidos.

«En cada casa había tres o cuatro familias que vivían juntas», cuenta este pintor de edificios de 32 años. «No podía ser, sobre todo con el coronavirus. Tuve miedo por los niños y regresé», confiesa Rami.

Rami vivió dos años en Ariha, después de varios desplazamientos debido a las continuadas ofensivas del régimen. Por eso hoy no confía en la frágil tregua instaurada en Idlib.

«La razón de esta calma es el coronavirus. Si desaparece, el régimen reanudará sus operaciones», afirma.

Damasco parece por ahora centrado en la lucha contra la epidemia, que oficialmente a contagiado a 29 personas y ha dejado dos muertos en los territorios bajo su control.

– «Quiero volver» –

En Ariha, empiezan a verse las primeras señales de una tímida reconstrucción. Varios hombres trabajan para destruir con martillos techos semiderruidos, mientras otros alinean los bloques de hormigón.

Y un poco por todas partes, los niños ríen y juegan entre las ruinas.

Una panadería ha reabierto y los puestos del mercado han vuelto a instalarse en el centro de la ciudad, donde los vendedores de verduras se establecen delante de pilas de escombros.

Um Abdu y su marido también planean volver a finales de abril a su natal Ariha. Pero antes deben encontrar un alojamiento, pues su casa fue destruida por los combates.

La pareja y sus cinco hijos, desplazados desde hace dos meses, viven actualmente en una mezquita, cerca de la frontera con Turquía, cuentan durante una visita reciente a Ariha.

Um Abdu pudo regresar brevemente a su ciudad natal para recogerse ante las tumbas de sus dos hijos, muertos en bombardeos en los últimos años.

«Quiero volver sobre todo por ellos», confiesa.

La mujer, de unos cuarenta años, acerca su cara a una lápida rodeándola con los brazos. Su hija Malak de cuatro años la imita. Ambas llevan una mascarilla, como se exigen los tiempos de coronavirus.

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