En Corea del Norte, una imprudencia puede costar la vida

Cuando era adolescente en Corea del Norte, Lee Soon-Keum detestaba a su padre, prisionero de guerra, ya que ello la obligaba a trabajar a su lado en las minas de carbón.
Después de la guerra de Corea, el Norte mantuvo a varias decenas de miles de sudistas en condiciones de trabajo forzado en sus minas y en la construcción.
Según activistas y evadidos, sus hijos heredaban la misma suerte, condenados a su vez a trabajar en las minas, una de las principales fuentes de divisas para Pyongyang, hasta que las sanciones internacionales prohibieron las exportaciones.
Tras una infancia en Kyonhung, en el noroeste del país, Lee sabía lo que le esperaba, como a la mayoría de las hijas de los prisioneros de guerra: siete años de trabajo en las minas una vez que terminara el colegio.
«A los 13 años descubrí que mi padre era un prisionero de guerra y realmente le detesté», explica. «Le pregunté por qué no había muerto durante la guerra, para que no hubiera encontrado a mi madre y no nos hubiera traído al mundo», a ella y a su hermano.
Este resentimiento solo desparecería más tarde, cuando fue obligada a presenciar la ejecución de su padre y de su hermano.
Refugiada en Corea del Sur desde 2010, Lee Soon-keun, que vive ahora en Seúl, piensa que fue el deseo de su padre de volver a su ciudad natal de Pohang, lo que provocó su pérdida.
Con sus hijos, solía hablar maravillas de la ciudad, y les aseguraba que iban a ser recibidos con los brazos abiertos, en tanto que «hijos de un héroe» en cuanto se reunificara la península.
Pero un día, su hermano, que también trabajaba en la mina, repitió a sus colegas, en torno a un trago, lo que decía sus padre, y a uno de ellos le faltó tiempo para denunciarle a las autoridades.
Seis meses después, desembarcaron las fuerzas de seguridad y se llevaron a su hermano, antes de regresar unas semanas después para llevarse a su padre.
No volvió a tener noticias hasta que un día los guardias vinieron a buscarla. Sin ninguna explicación, la llevaron a un terreno baldío cerca de un puente donde había bastante gente.
Recuerda que el jeep llevaba dos hombres, debilitados, como si hubieran sufrido maltrato.
«Mi hermano parecía que se había reducido a la talla de niño y mi padre estaba tan flaco que parecía un palito», recuerda.
Ante los espectadores, un representante de la administración los describiría como traidores, antes de atarlos a unos postes. Dos pelotones de tres hombres cada uno los fusilaron.
La memoria de Lee parece haber borrado el momento de su ejecución pero recuerda haber cruzado una última mirada con su padre durante esos últimos instantes, un recuerdo que todavía la hace llorar.
«En su mirada, tuve la impresión de que me decía que tenía que volver a su ciudad», dice.