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Por los desordenados caminos del arte

El artista Jean Piguet en su taller de Santiago. Mariel Jara

Después de trabajar 30 años como profesor primario en Ginebra, Jean Piguet decide ir a vivir a Chile y dedicarse a su pasión; la pintura, llegando a exponer en el Museo Nacional de Bellas Artes.

“Suelo ser tan idealista y optimista, que muchas veces termino desilusionándome…aunque esta mentalidad también me permite soñar, entusiasmarme con las cosas”, afirma.

Tanto la pedagogía como el interés por la pintura le llegó por herencia. Hijo de padre y madre profesores, la enseñanza fue el camino más natural para Piguet. “Pero a mi papá también le encantaba pintar; lo hacía todos los domingo. Así que recibí igualmente esa influencia”, cuenta.

Tras titularse, comenzó a trabajar en pedagogía institucional, un proyecto de educación alternativa que recuerda con mucho cariño. “Era una escuela totalmente diferente a lo convencional. No había notas ni castigos, tampoco había pupitres individuales, sino un mesón grande donde trabajábamos todos juntos y cada uno armaba su día”.

La jornada comenzaba con una reunión y si alguien tenía problemas de cualquier tipo, éstos se conversaban, con el profesor como consejero y guía. “Las evaluaciones eran con el propio alumno, sus padres y el maestro. Le preguntábamos ¿cómo te sientes con la matemática? Y el niño podía decir, por ejemplo, ‘me cuesta tal cosa, no sé hacer esta operación’, y había todo un sistema muy complejo para anotar eso”, explica.

Cuando los estudiantes egresaban -cuenta- eran muy autónomos y capaces de pensar y tomar decisiones. “Fue una experiencia muy bella que dejé cuando comencé a estudiar Bellas Artes en la Escuela Superior de Artes Visuales”.

Tras conseguir su segundo título en la escuela de artes, intentó dedicarse a la pintura en forma exclusiva. “Pronto me di cuenta que no era suficiente para sostener una familia, con tres hijos, así que volví a la pedagogía”. Pero no en la escuela alternativa.

“Ellos habían sido reconocidos por el estado ginebrino y tenían cierta presión por cumplir algunas normas. Me dijeron ‘Jean, te queremos harto, pero eres muy artista, demasiado libre y a los niños hay que darle cierta estructura’. Entré entonces a una escuela tradicional, pero fue muy duro para mí. Lo hacía mal como profesor, me enojaba con los alumnos, estaba desmotivado, muy deprimido. A pesar de tener buenas condiciones de trabajo -hoy me percato- en ese momento no era capaz de valorarlo”, admite.

Más suizo de lo que pensaba

Durante esos años se separó y conoció a Angélica, una chilena exiliada por el gobierno Augusto Pinochet. Cuando a ella le permitieron reingresar al país, en 1984, viajaron unas semanas, de vacaciones.

“Me fascinó de inmediato, aunque no entendía mucho lo que pasaba en Chile, sabía que había una represión muy grande, pero no mucho más”.
Se decía a sí mismo: “con el dinero de mi jubilación podemos venirnos y construir una casa. Para mí era un sueño; aquí yo iba a ser feliz, sin problemas, iba a pintar todo el día bajo el sol, tomando un vino delicioso…Ah, ¡tengo una mente tan soñadora!, siempre me imagino que todo va a estar estupendo y luego me decepciono, porque la realidad es distinta. Ahora sé eso, lo asimilé, pero tuve muchas desilusiones. Pero por otro lado, esta mentalidad me permite soñar, entusiasmarme con la vida”, matiza.

En 1994 hace realidad su proyecto, instalándose en Santiago, aunque con el tiempo se da cuenta que el país no era tan perfecto y que Suiza tampoco era tan mala.

“Antes de venirme, yo estaba muy crítico, me sentía en una sociedad totalmente estructurada, sin fantasías, muy castradora, que impedía hacer cualquier cosa que se saliera de la norma. Después me di cuenta que el problema no era tanto del país, sino de mis propios rollos mentales’, pero en ese entonces pensaba que Chile era la salida a todos mis males”.

Acá descubrió que era más ‘suizo’ de lo que pensaba. “Yo me creía tan artista, muy liberado de todo, pero luego comenzó a molestarme justamente aquello que yo criticaba en mi país; el cumplir con los horarios y los compromisos. Aquí habían muchas cosas no que no funcionaban… Realmente, fue una lección de vida muy interesante”.

Pese a ello, decide quedarse. “Aunque no es perfecto, sí hay más espacio para la creatividad hay cosas que me gustan mucho, como el terreno que compré en Caleu, un lugar hermoso, totalmente silvestre, lleno de árboles, con una vertiente propia y agua de una pureza increíble. Cuando cuento que yo mismo construí allí mi taller, en Suiza casi no me creen. ‘¿Pero tenías un plano? ¿Alguien te dio autorización para construir?’, me preguntan. Y no, solo comencé a comprar maderas, armé todo, desde el piso hasta el techo, sin preguntar nada a nadie y estoy muy orgulloso, porque incluso resistió al terremoto”, relata.

Algo de desorden

Aunque en Suiza expuso en diez ocasiones, las exhibiciones que ha hecho en Chile son las que más le han motivado, especialmente su muestra “Mil dibujos”, en el Museo Nacional de Bellas Artes, hace dos años.

“Fue una gran experiencia, porque muchos vieron mi trabajo y tuve un contacto muy directo con el público. Me encanta ese museo; tiene tanta vida, los domingo las familias lo recorren entero, se interesan por todo, comentan, preguntan. Yo me acordaba de los museos en Ginebra, con colecciones más bellas, importantes o antiguas, pero que están vacíos”, señala.

Y por esas contradicciones de la vida, también le agrada esa cuota de espontaneidad y desorden que queda en Chile. “Ahora hay un nuevo sistema de transporte público, más moderno y parecido al de Europa y, sin embargo, yo extraño el antiguo; esos microbuses chicos, donde el chofer llevaba una cajita con las monedas y varias figuritas colgando, que se movían a cada salto.

Uno les decía: ‘¿me lleva por $200 pesos? ¡Y te llevaban! Les pedías que te pararan en cualquier lado y ahí frenaban sin más. Como andaban con las puertas abiertas, a mí me gustaba saltar antes de que pararan completamente, algo impensable en Suiza. Ah, ¡eso me gustaba mucho! Sé que ahora hay más orden, pero yo prefería un poquito esa cosa increíble, pintoresca que había en los años ochenta. Algo de ese desorden debe estar en mi espíritu”, reconoce.

Mariel Jara, Santiago de Chile, swissinfo.ch

Nació en 1940, en Ginebra y vivió en esa ciudad hasta 1994.

Desde los 18 años pintó en forma aficionada y en 1980 empezó a estudiar Bellas Artes en la Escuela Superior de Artes Visuales de Ginebra.

Actualmente vive de lunes a jueves, en Santiago y de viernes a domingo, en Caleu, localidad a 70 km.al noroeste de la capital chilena.

En Chile, ha expuesto en el Club Manquehue, en el Museo de Bellas Artes (2008) y en el Centro Cultural Montecarmelo (2009) donde montó “La América” junto a otros ocho artistas vinculados con Suiza.

Su estilo

En su trabajo reconoce múltiples influencias y si bien dice no tener un estilo definido, se interesa mucho por las series, algo que dejó de manifiesto en Mil dibujos, una secuencia de 100 dibujos que hizo durante seis meses, utilizando un papel del mismo formato (50 x 70 cm.), dividido en doce compartimentos de 15 x 15 cm. cada uno.

“También hay algo de paisajes, pero finalmente son cosas abstractas, impresionismo, expresionismo alemán y pintores como Monet y Klee. Me interesa mucho el color y la textura, eso de meter la pasta sobre la tela”, explica.

Experimenta ahora nuevas técnicas, como la pintura en tierra y el fuego.

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