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Ciudadanos que el Estado hace desaparecer

Joseph Valachi, bien escoltado, camino al tribunal en 1963. Se mantendrá bajo protección hasta su muerte en prisión, en 1971. getty images

Estados Unidos ha desempeñado un papel pionero en la protección de testigos. Sin embargo, establecido en 1971, el programa WITSEC ha tenido que adaptarse a nuevas formas de delincuencia, sea de pandillas o de terrorismo transnacional.

Joseph Valachi murió de un infarto en la cárcel en 1971, a los 67 años. La cabeza del mafioso neoyorquino que había roto el código de silencio (omerta) y cooperado con la policía tenía un precio: 100.000 dólares, pero el estadounidense contó con la protección del gobierno de su país. Cuando acudió a prestar testimonio lo acompañó una escolta de 200 hombres. En la cárcel estuvo aislado de los demás presos y solamente tenía contacto con el FBI y el personal penitenciario.

Su caso dio lugar a la creación en 1971 de un programa de protección de testigos llamado WITSEC que garantiza la seguridad de las personas que cooperen con las autoridades, sean víctimas inocentes o informantes. Pero en el 95% de los casos son criminales, según un estudio de la Universidad de Rutgers, publicado en 2010. Los involucrados describen el funcionamiento interno de su organización y denuncian a antiguos compañeros a cambio de una reducción de su pena.  

Están protegidos durante el juicio y en la cárcel. “Hay siete unidades penitenciarias con cientos de lugares para esos detenidos, dice Jack Donson, que trabajó en uno de ellos y ahora enseña en la Universidad de Marywood. En tales sitios se llama a las personas en cuestión por sus iniciales, tienen una celda individual y son sometidas a un detector de mentiras para comprobar que no están allí para asesinar a otro testigo”.

Brenda Paz tenía 12 años cuando se unió a la pandilla MS-13. Pero a los 17, la joven, nacida en Honduras, fue detenida. Detalló con extrema precisión una larga lista de asesinatos y ataques cometidos por los miembros de su banda, incluido su novio.

Sus antiguos colegas supieron rápidamente que se había convertido en informante y pusieron precio a su cabeza. La chica se acogió al programa de protección de testigos en marzo de 2003. Le proporcionaron un nuevo nombre y la instalaron en Kansas City, Missouri. Pero, aislada y desorientada por su nueva vida, reanudó el contacto con sus viejos amigos.

En junio de 2003, la convencieron de volver con ellos, haciéndole creer que todo estaba olvidado. Su cuerpo fue encontrado por un pescador tres semanas más tarde, flotando en un río en Virginia. Estaba embarazada de 17 semanas y había recibido 19 puñaladas.

Una vida inventada

A su salida de prisión, los testigos reciben una nueva identidad y son trasladados a otra ciudad. Se les inventa también una carrera y una historia clínica. “Pueden elegir entre tres sitios para la reubicación”, detalla Jack Donson. De preferencia pequeñas poblaciones aisladas o suburbios anónimos. Pero no siempre es fácil trasladar discretamente a un miembro de una banda recubierto de tatuajes o a un mafioso con un fuerte acento de Nueva York. “Si no es posible encontrar un lugar adecuado, se les instala en el exterior”.

Pueden llevar consigo a miembros de su entorno más inmediato, como sus hijos y su cónyuge, “pero deben comprometerse a romper el contacto, para siempre, con el resto de sus allegados”, indica Gerald Shargel, un abogado neoyorquino que ha participado en numerosos procesos relacionados con la mafia. También se les otorga apoyo financiero (del  orden de 60.000 dólares anuales) durante los primeros años y ayuda a encontrar un empleo. Si es necesario, pueden obtener un apoyo psicológico.

Lo anterior, en virtud de que esta “muerte social” es difícil de sobrellevar. “Para muchos resulta muy difícil cortar totalmente los vínculos con sus comunidades de origen y empezar desde cero”, señala Alan Vinegrad, abogado y ex fiscal de Nueva York, especializado en casos penales.

El testigo muchas veces debe renunciar a toda ambición profesional. “No es raro que debamos entrenar como obreros no calificados a personas con una profesión liberal”, detalla la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD) en un informe publicado en 2008.

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Nuevo programa en Suiza de protección de testigos

Este contenido fue publicado en Si bien pareciera obvio, esta protección no es un hecho en diversas partes del mundo. En Suiza, no había nada oficial hasta ahora para proteger a testigos cuyo testimonio puede ser de vital importancia para una averiguación. “Nos dimos cuenta en los últimos años de que para determinados tipos de delitos es muy importante hablar…

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El riesgo de recidiva

“Algunos testigos renuncian al programa”, subraya Gerhard Van Rooyen-, especialista en la protección de testigos en el seno de la ONUDD. “Pero rara vez sobreviven a un retorno a su comunidad”. Una treintena de testigos fueron asesinados tras abandonar el WITSEC.

Más preocupante, algunos arrepentidos suponen un peligro para su nuevo entorno. Alguien que ha sido un criminal toda su vida, tendrá dificultades para convivir en sociedad, anota Gerald Shargel. El caso de Marion Pruett es un ejemplo. Encarcelado por un robo, fue puesto en libertad bajo una nueva identidad en Nuevo México en 1979, luego de testificar sobre un asesinato cometido por un compañero de prisión. Aprovechó su nueva libertad para asesinar a ocho personas, incluida su esposa.

Del mismo modo, el mafioso neoyorquino Sammy Gravano, reinstalado en 1995 con su familia en Arizona, fue detenido en 2000 por tráfico de éctasis. A pesar de esos famosos casos, “la tasa de reincidencia de los testigos protegidos es de solamente 17%, mucho menor que el 40% registrado entre los presos en libertad condicional”, precisa  Alan Vinegrad.

Desde su creación, en 1971, el programa estadounidense de protección de testigos (WITSEC) ha asistido a 18.400 personas, 8500 testigos y 9900 miembros de sus familias. Esto representa un promedio de 438 testigos por año. Las estimaciones iniciales contemplaban una treintena por año.

Las cifras aumentan. Pasaron de 15.229 a 17.108 entre 1995 y 2003, un incremento del 12%. Del total, 500 personas están en prisión.

La información proporcionada por esos testigos permitió condenar a unos 10.000 delincuentes. Ningún testigo que haya permanecido bajo el programa de protección ha sido herido o asesinado.

Código de honor

El programa de protección de testigos nació en los años 70 para romper la omerta de la mafia italiana, en el apogeo de su poder, pero posteriormente se ha extendido a otros tipos de delincuentes. En los años 80 sirvió para reunir información sobre los cárteles de la droga, y desde los años 90, para luchar contra la explosión de pandillas en las ciudades estadounidenses. Desde los ataques del 11 de septiembre de 2001, se utiliza en la lucha contra el terrorismo islamista.

Esto plantea algunos problemas. “Los miembros de la mafia siguen un código de honor y no la toman sino contra miembros de la organización”, revela Jack Donson. No es para nada el  caso de las bandas, cuyos miembros son menos disciplinados, tienen problemas para seguir las reglas y a veces están drogados”.

En cuanto a los testigos en casos de terrorismo, a menudo son extranjeros. “Su inclusión en el programa implica la obtención de un permiso de residencia”, indica Tarik Abdel-Monem, investigador de la Universidad de Nebraska, que ha estudiado el tema. Sin embargo, las promesas hechas por el Departamento de la Justicia a menudo no son cumplidas por los servicios de inmigración”.

Cita el caso de Adnan Awad, un palestino que colaboró con la Justicia de Suiza y con la de Estados Unidos en los años 80, luego de renunciar a colocar una bomba en el Hilton de Ginebra. “Estados Unidos le prometió un pasaporte a cambio de su ayuda, pero nunca lo recibió”.

Otro elemento que ha socavado el programa de protección de testigos: la llegada de Internet. “Se ha hecho mucho más fácil encontrar a alguien con las redes sociales y las numerosas bases de datos en línea”, acota Gerhard Van Rooyen. Incluso han surgido sitios en Internet para denunciar a aquellos que cooperan con la policía. 

Traducción, Marcela Águila Rubín

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