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Con Rousseau por la “Thrill Walk”

Un lienzo: hombre escala montaña
«Ascension III» de la serie «Ascension et chute», óleo sobre lienzo de Ferdinand Hodler (1894). Keystone

En los Alpes, todo nuevo proyecto de puente colgante o de plataforma panorámica suscita inmediatamente una oleada de críticas: las montañas se estarían convirtiendo en un parque de diversión y se estarían vendiendo al negocio del espectáculo. No obstante, la inversión tecnológica es inherente a la experiencia turística, y los propios pioneros del alpinismo eran amantes de las emociones fuertes.

No tiene por qué ser una capilla drive-in a orillas de una pista de esquí, un zoológico de pingüinos encaramado en una cumbre de 2 500 metros de altura, ni la escalera más larga del mundo: incluso proyectos mucho menos estrafalarios suscitan una oleada de descontento. El verano pasado, Rigi Plus, una organización que agrupa a dos docenas de empresas turísticas, dio a conocer su plan maestro: doscientas páginas, en las que el monte Rigi se presenta como un “área de experiencias” con un “posicionamiento sostenible”. La idea consiste en proponer actividades más atractivas para los visitantes de esta montaña que posee una larga tradición panorámica, y mejores perspectivas económicas para los operadores. Las propuestas incluyen un nuevo sitio web, una identidad de marca homogénea, así como la posibilidad de reservar cualquier destino en el área.

Pero eso no es todo. “Ascender hasta la cumbre y disfrutar del panorama desde lo alto ya no basta en la actualidad”, explica Stefan Otz, Director General de Ferrocarriles Rigi, la empresa más grande de esa montaña. Lo trajeron de Interlaken, donde era director de turismo; su misión es dar un nuevo impulso al Rigi. Otz habla de “puestas en escena”, propone construir un hotel de cabañas en los árboles, una torre mirador en forma de piña y un chalet con una destilería y una quesería abierta al público.

“En ningún caso pretendemos llevar el turismo de masas a espacios vírgenes”, comentó Otz. “Bajo ningún concepto crearemos algo en el Rigi que no encaje.” Aun así, no pudo impedir la tormenta que desataron sus declaraciones: primero en las cartas de los lectores, y después en otros espacios públicos: políticos y defensores de los Alpes, arquitectos y empresarios, científicos y famosos, como Emil Steinberger, protestaron en línea contra la “insidiosa transformación” del Rigi en un “Disneyland que acogerá a más de un millón de turistas” al año. Sin embargo, en la actualidad los trenes del monte Rigi ya transportan a unos 750 000 viajeros. Y eso que los peticionarios no querían “experiencias artificiales que supongan rematar el Rigi”.

“Una enorme afluencia de visitantes”

¿Rematar el Rigi? ¿Es posible rematar una montaña que lleva tanto tiempo usándose con fines turísticos? De hecho, el monte Rigi está de moda como destino turístico desde hace doscientos años. En 1816 se construyó un mirador cubierto, en 1820 una torre panorámica y finalmente, en 1871, el primer ferrocarril de montaña de Europa. La “Reina de las Montañas”, como se la conoce, fue invadida por los turistas ya en el siglo XIX, una época supuestamente tranquila. 

Postal en color del tren de cremallera de 1900
El tren de cremallera impulsado a vapor que ascendía de Vitznau al monte Rigi, en una colorida postal (hacia 1900). Keystone

La “afluencia de visitantes fue realmente enorme”, relataba el Echo vom Rigi durante la primera temporada del ferrocarril de montaña. Los visitantes habían pernoctado incluso en los pasillos de los hoteles con una capacidad de unas mil camas. Tres años más tarde, fueron más de 100 000 huéspedes los que tomaron el tren para ascender a esa montaña.

Mark Twain relató las experiencias que se podían tener en ese sitio: el legendario amanecer y la no menos legendaria multitud de turistas que querían contemplarlo. En 1879, el escritor estadounidense ascendió el Rigi a pie desde Weggis y pronto escuchó “por primera vez el famoso canto a la tirolesa en su lugar de origen, en ese entorno montañoso y salvaje”.

 Sin embargo, el gozo fue de corta duración, porque “desde ese momento nos encontramos cada diez minutos a uno de esos cantantes” y todos querían recibir una moneda por su arte. Esto se repitió cuatro, cinco, seis veces; pero “el resto del día compramos el silencio de los demás dándoles un franco a cada uno. En esas circunstancias, acabas harto”.

Montaña y adrenalina

Surge entonces la pregunta: ¿dónde termina la venta legítima y dónde empieza el remate? Para los opositores al actual plan maestro del Rigi, la respuesta es: allí donde las experiencias se vuelven “artificiales”, donde la montaña se convierte en un parque al estilo Disneylandia.

Esa palabra resume la pesadilla que provocan las creaciones ficticias e intercambiables de la industria de la diversión en los Alpes. Y esto no ocurre sólo en el Rigi. También se evocaron los demonios de la “disneyficación” cuando se construyó el puente colgante más alto de Europa en el Titlis y se tendió en Les Diablerets la primera pasarela entre dos cumbres.

El Hotel Pilatus Kulm bajo un cielo estrellado
El Hotel Pilatus Kulm bajo un cielo estrellado, tal como lo publicitan los teleféricos Pilatus. Severin Pomsel

También cuando el funicular del Schilthorn abrió la “Thrill Walk” debajo de la estación intermedia: una pasarela de acero con rejilla y piso de cristal, suspendida de una pared vertical bajo la que se abre un abismo de doscientos metros: “Montaña y adrenalina en estado puro” reza la publicidad.

Mientras que los destinos turísticos cobran notoriedad y se diferencian de sus competidores gracias a tales inventos, las organizaciones protectoras se quejan de la transformación de los Alpes en un parque de aventuras. Así, el grupo Mountain Wilderness, fundado por activistas del montañismo, reclama “más paz y tranquilidad en las montañas, más espacio para auténticas experiencias de montaña” y exige que se frene la expansión de las instalaciones turísticas.

Pero cabe preguntar: ¿qué es una “auténtica experiencia de montaña”? Los promotores de nuevos puentes colgantes, plataformas panorámicas, pasarelas, parques de escalada, senderos para bicis de montaña, tirolesas o pistas de tobogán de verano hablan exactamente el mismo lenguaje: ellos también ofrecen experiencias “auténticas” (Stefan Otz, Ferrocarriles del Rigi) y “únicas” (Christoph Egger, Funicular del Schilthorn).

Haller y Rousseau: los pioneros

En esa lucha por lo “auténtico” a menudo se olvida que desde los inocentes inicios del turismo, las infraestructuras construidas por la mano del hombre, las puestas en escena de pago y los soportes artificiales ayudaron a crear esas vivencias aparentemente muy genuinas, todas las cuales resultaron igual de controvertidas que en la actualidad.

Era la época del calzado de clavos, de las diligencias y de los paseos bajo la sombrilla. Suiza representaba la belleza inmaculada del mundo alpino, habitada por virtuosos pastores y campesinos.

Así la elogiaron Albrecht von Haller en su poema Los Alpes, de 1729, y Jean-Jacques Rousseau en la novela Julia o la nueva Eloísa, de 1761. Estos dos pensadores y poetas suscitaron el entusiasmo internacional por Suiza y sus montañas: la expectativa de una naturaleza y una humanidad en estado prístino atraía a los visitantes en busca de lo genuino.

Sin embargo, al poco tiempo un agüista procedente del norte de Alemania se quejó de los tejemanejes de la industria turística y del aluvión de suvenires kitsch.

Aunque en la época de Biedermeier todavía no había postales, este visitante se lamentaba de que le habían ofrecido más de treinta imágenes “de un único sitio del Oberland bernés” : dibujos, grabados, acuarelas. “Probablemente haya aún más de otros lugares famosos y admirados.” Así pues, pronto sería necesario “que la naturaleza crease nuevas montañas o derribase las antiguas” para brindar “más fuentes de inspiración” a la industria de pintores de paisajes y grabadores. En otras palabras, “ya no se trata de dar a conocer el país, sino tan sólo impresiones artificiales sobre él”.

Corría el año 1812. En realidad, el agüista alemán era un simple personaje literario: el narrador en primera persona de la novela Die Molkenkur, de Ulrich Hegner, político y escritor oriundo de Winterthur. No obstante, la sátira de Hegner a los “productos naturales y las creaciones artísticas de Suiza” tenía un fondo real: el malestar generalizado provocado por el carácter artificial de las experiencias ligadas al turismo.

También es cierto que no todos tenemos una percepción romántica tan desarrollada como Rousseau o Haller: de ahí la utilidad de los organismos de promoción turística, que muy pronto instalaron toda una infraestructura técnica en la montaña: senderos, bancos, terrazas, barandillas, mesas de orientación –“soportes visuales”, como los denomina el historiador Daniel Speich–. Todos éstos son dispositivos que orientan la mirada del visitante hacia el paisaje y sus atractivos, para que vea lo que espera ver. Incluso la simple contemplación de las montañas es una experiencia calculada y estandarizada y, por lo tanto, una experiencia “artificial”, aunque no por ello menos impresionante.

Persona de espalda en una exposición de cuadros
Algunas obras expuestas en el Museo Alpino de Berna. Keystone / Anthony Anex

El mundo alpino visto por los pintores

“Podría pensarse que en los Alpes todo es naturaleza. Sin embargo, la posibilidad de contemplar esta naturaleza siempre está supeditada a una infraestructura que da acceso a ella”, afirma el científico cultural Bernhard Tschofen. Tschofen participó en la exposición “Belleza de la montaña” organizada por el Museo Alpino de Berna, que exhibe actualmente la imagen típica de los Alpes suizos, tal como la captaron los pintores.

Esta imagen es un ideal, un cliché popular que idealiza los Alpes como un espacio inmaculado contrapuesto a la civilización moderna. Como lo asevera Tschofen, “al espectacular auge de los ferrocarriles le siguió un no menos espectacular auge de la pintura de montaña”. En la mayoría de los casos los artistas suprimieron en sus cuadros las obras técnicas que, precisamente, les permitían esa visión de las montañas.

Tal es el caso de Ferdinand Hodler, cuyo centenario luctuoso se celebra este año. Desde 1879, este pintor solía pasar sus vacaciones en el Oberland bernés. Allí pintó muchos de sus cuadros; acostumbraba usar las mismas rutas y detenerse en los mismos miradores que los turistas.

Así fue como exploró el área alrededor de Interlaken con los medios de transporte que en aquel entonces constituían una novedad: el tren de cremallera de la Schynige Platte lo llevó a la “Vista del lago Thun y el lago Brienz”, y cuando se inauguró, en 1891, el teleférico de Lauterbrunnen a Mürren, este no sólo significó una nueva atracción para los turistas, sino también para el pintor: el motivo de su célebre cuadro, el Jungfrau. Hodler estuvo por primera vez aquí en 1895 y regresó en los veranos de 1911 y 1914. En esas dos temporadas pintó el macizo del Jungfrau con un total de trece variaciones. Por supuesto, hay diferencias: en el color, el contraste, la textura y la atmósfera. Sin embargo, hay algo inmutable en esas trece obras: Hodler se detuvo donde también se detenían los turistas, pintó diversas variantes del cuadro desde diferentes estaciones de tren. Usó el tren para enmarcar el Jungfrau a su gusto.

Esta es la paradoja que caracteriza desde siempre no sólo a la pintura de montaña, sino también al turismo: promete experiencias únicas, pero al mismo tiempo las transforma inevitablemente en una oferta condicionada y escenificada a través de la técnica. Por ello resulta cuestionable la distinción entre experiencias “auténticas” y “artificiales”, en torno a la que se vertebra el apasionado debate actual sobre las nuevas atracciones en las montañas.

Hoy en día, el espectáculo y la emoción no tienen buena prensa. No obstante, es exactamente eso lo que fueron los Alpes desde el principio, desde el primero momento de fascinación por las montañas: emoción. En los primeros años de 1700, el publicista inglés Joseph Addison realizó un viaje por Europa, y cuando hizo una parada en el lago de Ginebra y tuvo ante sí las imponentes montañas, ese mundo de rocas y hielo, le embargó ese sentimiento que luego se convertiría en el factor decisivo para el turismo: un escalofrío, “una especie de estremecimiento agradable” ante al poder de la naturaleza.

Jean-Jacques Rousseau, quien se hizo famoso con su lema “Volver a la naturaleza” y sentó las bases del contacto genuino y profundo con las montañas, relata en sus Confesiones, de 1781, una notable caminata por los Alpes de Saboya: “Debajo de la carretera abierta en la roca, en el lugar llamado Chailles, corre y bulle por un espantoso abismo un riachuelo que parece haber empleado millares de siglos en abrirse paso”. El camino en sí es moderno y “hay un parapeto para evitar las desgracias que podrían ocurrir”, escribe Rousseau. Ante este espectáculo, el filósofo experimenta el mismo placer que en la actualidad sigue buscando el público en la empinada pared del Schilthorn: siente el cosquilleo y mira hacia el abismo. “Apoyado en el parapeto”, continúa Rousseau, “podía contemplar el fondo y tener el gusto de experimentar vértigos a mi satisfacción”. El camino de Rousseau es una “Thrill Walk”. El parapeto es el dispositivo que hace posible esta fantástica aventura, de forma cómoda y sin riesgo alguno: “lo más extraño que hay en mi afición a los lugares escarpados es que me causan desvanecimientos y esto me agrada con tal de que no corra peligro de caerme”.

Este artículo se publicó en la edición de julio de ‘Panorama SuizoEnlace externo’, revista destinada a los suizos que residen fuera de su país. ‘Panorama Suizo’ sale seis veces al año en cuatro idiomas –en papel, versión digital y en versión app– y es una publicación de la Organización de los Suizos en el ExtranjeroEnlace externo.

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