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Suiza y el final de la URSS: un debate de apenas 15 minutos

Mujer delante de una estatua derribada de Lenin
El final de la URSS en muchas regiones estuvo marcado por el derribo de estatuas de la época soviética, como esta de Lenin en el patio del Museo de Historia de Armenia, el 28 de julio de 1993. Kaveh Kazemi/Getty Images

En 1991, Berna no tardó en encontrar una vía de acceso a los nuevos Estados surgidos tras la desintegración de la antigua Unión Soviética, según revelan ahora los documentos de la época. Pero, aquello que parecía una mera formalidad, 30 años después, se ha vuelto en su contra.

Bajo el pretexto de su neutralidad, Suiza se situó en el lado occidental de la Guerra Fría. Sin embargo, ya desde la década de los 70, se vieron las primeras señales de que este capítulo de la historia estaba llegando a su fin. Aunque Berna seguía preocupada por la presencia de tanques soviéticos al otro lado del lago Constanza, esta amenaza empezaba a desvanecerse.

En 1991 la visión de un mundo en dos bloques a la que Suiza se había acostumbrado se había desplomado. Y en las esferas de poder de Suiza comenzaron a surgir reflexiones sobre la política que había que seguir respecto al Este. Documentos de los archivos diplomáticos (Dodis) –que recientemente se han hecho públicos– revelan la postura de Berna en relación con las antiguas repúblicas de lo que fue la Unión Soviética.

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Suiza observó petrificada la caída del Muro

Este contenido fue publicado en El 9 de noviembre de 1989, la cortina de hierro que separaba la República Democrática Alemana (RDA, Alemania Oriental) de la República Federal de Alemania (RFA, Alemania Occidental) cambió repentinamente su estatus de una línea mortal a un viejo muro de hormigón. También en Suiza hubo una explosión de alegría. La canción Looking for Freedom…

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En su momento, a decir verdad, la cuestión no suscitó mucho debate en Berna, ya que Suiza fue uno de los primeros países de Europa Occidental en reconocer oficialmente la existencia de estos Estados. “Junto con el reconocimiento temprano de la República Popular China el 17 de enero de 1950, esta fue una de las pocas diferencias de Suiza en cuanto al reconocimiento de Estados”, afirma con distancia Sacha Zala, director del Centro de Investigación y Desarrollo de los Archivos Diplomáticos.

Cuatro hombres hacen un brindis.
La Declaración sobre la Cooperación con los Estados Bálticos se firmó en la reunión ministerial de la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC) celebrada en Ginebra el 10 de diciembre de 1991. De izquierda a derecha: Gintaras Purkas, ministro de Economía de Lituania; Janis Dinevitch, ministro de Estado de Letonia; Edgar Savissar, primer ministro de Estonia; y Pertti Sololainen, ministro de Asuntos Exteriores de Finlandia y presidente de la AELC. Keystone / Str

Todo comenzó con los países bálticos el 28 de agosto de 1991 cuando el entonces presidente de la Confederación Suiza, Flavio Cotti, informó a sus homólogos estonio, letón y lituano de la decisión del Consejo Federal (Gobierno) de que “Suiza establecería relaciones diplomáticas plenas con las tres repúblicas bálticas independientes”.

A principios de diciembre, los presidentes de Ucrania, Rusia y Bielorrusia crearon la Comunidad de Estados Independientes (CEI), poniendo fin a los 67 años de existencia de la URSS.

En el Ministerio de Asuntos Exteriores (DFAE), en Berna, los expertos al principio se mostraron preocupados por la actitud que debían adoptar. Antes de recomendar que no se demorara el reconocimiento de estos países de la antigua URSS, siempre y cuando “se demuestre un punto de no retorno”.   

Una fase que Suiza aprobó el 21 de diciembre de 1991, cuando, junto con otros países, firmó el acuerdo de Alma Ata, que (con la aparición de la CEI) supuso el despido del expresidente soviético Mijaíl Gorbachov. Tras solo dos días de dilaciones, poco después del mediodía, el Consejo Federal celebró una conferencia telefónica. En el orden del día, y a petición del Ministerio de Asuntos Exteriores, figuró el reconocimiento de esta organización según el derecho internacional y el establecimiento de relaciones diplomáticas con la Federación Rusa, Ucrania, Bielorrusia, Kazajistán, Moldavia, Georgia, Armenia, Azerbaiyán, Uzbekistán, Turkmenistán, Tayikistán y Kirguistán. El debate no superó los 15 minutos, y Suiza adoptó una orden con el número 2518. 

Agradecimiento hacia Suiza

Este reconocimiento de la independencia de las antiguas repúblicas soviéticas le valió a Suiza alabanzas. Jean-Pierre Ritter –el entonces embajador suizo en Moscú– envió un telegrama a Berna en el que explicaba a sus superiores que, durante sus viajes a estas repúblicas, en cada reunión se elogiaba mucho la acción de Suiza. “Por haber sido uno de los primeros países de Europa Occidental en hacer oficial este reconocimiento, así como uno de los primeros en ir a formalizar estas relaciones”.

Berna también se benefició materialmente de la aparición de estos nuevos países en el mapa mundial. Tras su adhesión a las instituciones de Bretton Woods, Suiza quiso asegurarse una posición cómoda en los consejos de administración del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional. Lo hizo presidiendo un grupo formado por Turkmenistán, Kirguistán, Uzbekistán, Azerbaiyán y Polonia. Les siguieron Kazajstán y Tayikistán. Lo cual le da derecho a votar en estas instituciones a través del grupo conocido como Helvetistán.

Una maniobra exitosa, según Thomas Bürgisser, investigador asociado de Dodis. “A través de su participación en Asia Central, Suiza ha podido asegurarse una influencia en estas organizaciones financieras internacionales”. 

Un verdadero dilema

A partir de 1991, Suiza parecía poder convivir con la situación aplicando su política exterior en la antigua URSS sin demasiadas reservas. Pero ¿en qué principios ha basado su diplomacia?

Para tener una idea más clara, hay que referirse primero a una moción que el diputado socialista Hans-Jürg Fehr presentó al Gobierno suizo en marzo de 2011, veinte años después de la desintegración de la URSS. En aquel texto, pedía a Berna que “reorientara” su estrategia en el grupo del Helvetistán, revisando la intensidad y la naturaleza de sus relaciones con los Estados recién creados. Como miembro del Consejo Nacional (Cámara baja), Hans-Jürg Fehr destacó las particularidades de este espacio postsoviético.

Y sobre todo los componentes que permitieron a estos países alcanzar el estatus de democracias modernas, partiendo del principio de que las direcciones en las que se habían comprometido estas repúblicas después de 1991 habían sido diferentes.

En su respuesta, el Consejo Federal utilizó generalidades sobre esta situación concreta, una de las señas de identidad de la diplomacia suiza, pero había hecho una excepción con los Estados bálticos, que entretanto se habían incorporado a la Unión Europea.

“Suiza se esfuerza (…) por mantener unas relaciones estables y lo más universales posibles. Nuestro país prefiere la cultura del diálogo a la de los bloques y la exclusión”, respondió. Hoy esta posición sigue siendo válida. Pero treinta años después del colapso de la URSS, cada una de las antiguas repúblicas soviéticas ha seguido diferentes modelos de desarrollo.   

No hay una política uniforme

Rusia, como potencia nuclear y miembro del Consejo de Seguridad de la ONU, sigue siendo el socio político y económico más importante de Berna. Suiza hubiera deseado cerrar un acuerdo de libre comercio con Moscú en la línea del que tiene con China, pero desde la anexión de Crimea por parte de Rusia (anexión que Suiza no reconoce), las negociaciones se han congelado. Ahora, sin embargo, Suiza aspira a ser miembro no permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU. Y, en este contexto, la palabra de Rusia podría desempeñar un papel importante.

En lo que respecta a Ucrania, Suiza apoya al país en sus reformas socioeconómicas con el fin de un acercamiento a Europa, que es lo que Ucrania pretende. Este verano la ciudad suiza de Lugano acogerá la próxima conferencia internacional sobre las reformas actuales en Ucrania.

Bielorrusia, por su parte, sigue siendo para la economía suiza una puerta de entrada crucial a la Europa del Este. La compañía Stadler Rail, por ejemplo, ensambla allí sus trenes. Sin embargo, y como consecuencia de la evolución política del país, Suiza también se enfrenta a un dilema allí. La cuestión para Berna es: ¿qué hay que preservar antes los derechos humanos o el beneficio económico?      

Otro ejemplo del dilema al que se enfrenta Suiza lo encontramos a propósito de las tensiones y conflictos armados entre Azerbaiyán y Armenia, ¿qué ocurre con la asociación establecida entre el Grupo Migros y SOCAR, la compañía petrolera nacional de Azerbaiyán?

Con Georgia, Berna ha desarrollado sus relaciones en los sectores climático y agrícola.

En Kirguistán, por su parte, Suiza coordina sobre el terreno las iniciativas transfronterizas de gestión del agua, tanto desde el punto de vista político como técnico.

Conclusión: en 1991, en términos de desarrollo, el futuro todavía era imprevisible. En aquel momento, Suiza parecía conformarse con el reconocimiento diplomático de estos Estados, sin ir más allá. Sin contemplar, por ejemplo, una política única para el espacio postsoviético. Pero es muy probable que tal política nunca pueda existir de esta manera.

Traducido del francés por Lupe Calvo

(Traduction de l’allemand: Alain Meyer)

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