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Hay que soportar la tensión

Suiza se debate entre la despolitización de las principales cuestiones sociales y los amplios mecanismos de democracia directa, sostiene Lorenz Langer. Keystone

Demonizar las corrientes populistas no ayuda. La democracia se sustenta esencialmente en la mayoría. Por eso es arriesgado depositar la confianza únicamente en el amparo de los cortafuegos.

Lorenz Langer es docente en la Universidad de Zúrich e investigador en el Centro para la Democracia de la ciudad de Aarau. Rita Peter

El populismo no es un fenómeno nuevo. No solo el concepto tiene sus orígenes en la República romana, también su negativa connotación moral. Ya en aquella época los representantes de la élite gobernante tildaban de populistas (populares) a los políticos que invocaban directamente la voz del pueblo, mientras que ellos se proclamaban con poca modestia optimates, los mejores. El estadista romano Cicerón, por ejemplo, denostaba a los “hombres del pueblo” porque los consideraba gente dúctil, sin carácter e hipócrita que solo aparentaba apoyar al pueblo para defender, en realidad, sus propios intereses o incluso poner en peligro a la sociedad.

Rasgos de los movimientos populistas

El congraciarse con la audiencia y apelar a sus instintos son aún hoy rasgos típicos de los políticos populistas. Donald Trump justificó su afirmación de que el presidente Obama había fundado el Estado Islámico [Daesh] con el lacónico comentario de haber logrado el agrado de la opinión pública y que todo el mundo hablase de ello. Además, los populistas suelen evocar alegremente su papel de tribuno del pueblo para luchar contra las élites (de las que ellos mismos proceden en no pocas ocasiones). Aquí encontramos otro paralelismo con la antigua Roma: si un patricio quería ser elegido tribuno, tenía previamente que “incorporarse” a la plebe.

Aunque es verdad que todavía carecemos de una definición amplia e irrefutable del populismo, también es cierto que las Ciencias Políticas han elaborado una serie de rasgos importantes que caracterizan a los movimientos populistas. Así, tales movimientos pretenden ser los únicos representantes de los intereses de la mayoría (silenciosa) de un “cuerpo político” monolítico y homogéneo. Y se resisten a que se despoliticen ciertas cuestiones con el fin de dejarlas fuera del alcance del poder decisorio de la mayoría. Este aspecto se manifiesta de forma muy clara en relación con las minorías étnicas, religiosas, culturales, etc. Los derechos elementales de esas minorías están ampliamente blindados frente al proceso político gracias al amparo de los derechos fundamentales nacionales y los derechos humanos internacionales. Estos derechos no pueden depender de los caprichos de la mayoría. Son los tribunales y no los plebiscitos los que deben determinar su alcance.

En Suiza nos cuesta cada vez más manejar la tensión entre la despolitización de las principales cuestiones sociales y nuestros amplios mecanismos de decisión democráticos.

Ello explica la aversión populista hacia los jueces (forasteros y propios) y otros gremios de expertos, y de este modo los postulados populistas se convierten también en objeto de la reflexión jurídica. Porque el reconocimiento de ciertas exigencias como los derechos humanos es un aspecto central del Estado de derecho. De esta manera se establecen cortafuegos que protegen incluso de las chispas de las emociones. Al mismo tiempo, sin embargo, tales exigencias se quedan fuera del alcance del poder dispositivo de la mayoría. En Suiza nos cuesta cada vez más soportar la tensión entre la despolitización de las principales cuestiones sociales y nuestros amplios mecanismos de decisión democráticos.

No es posible desactivar por un lado u otro esta tensión —a pesar de que se sugiere reiteradamente—, hay que soportarla. La demonización de la política populista no ayuda. La democracia se sustenta esencialmente en la mayoría. Por eso es arriesgado depositar la confianza únicamente en el amparo de los cortafuegos. Antes se debe explicar de manera convincente la necesidad imperativa de derechos innegociables para impedir, en la medida de lo posible, que se desaten incendios peligrosos. En lugar de ir recortando sucesivamente decisiones democráticas por supuestas exigencias excesivas a los votantes, se debería cumplir con la labor política de persuadir e informar para hacer claramente visibles las ventajas que ofrecen las instituciones constitucionales. Porque queda fuera de toda duda que ciertos movimientos populistas ponen en peligro aspectos centrales del Estado de derecho moderno.

No se debe subestimar el conflicto

Incluso el prócer Cicerón estaba convencido de que la asamblea popular, aun en el supuesto de que estuviera integrada por gente inexperta, era capaz de distinguir un populista de un “ciudadano con entereza de carácter provisto de seriedad y dignidad”. Incluso en una asamblea dominada por el disimulo y el encubrimiento vencería al final la verdad si se manifiesta libremente y logra el realce necesario. Aun así, el éxito no está garantizado. En Roma el conflicto entre populares y optimates desembocó en el ocaso de la República. A partir de entonces gobernó el emperador, que ostentaba el cargo del tribuno de la plebe sin limitaciones y a perpetuidad, y que al mismo tiempo era incontestablemente el mejor amigo del pueblo. Afortunadamente, estamos todavía muy lejos de esta situación, pero el pasado nos enseña que no se debe subestimar el conflicto entre estructuras establecidas y movimientos populistas.

Este artículo se publicó originalmente en el ‘Neue Zürcher ZeitungEnlace externo’.

Traducción del alemán: Antonio Suárez

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