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El levantamiento de las túnicas púrpuras

24 de septiembre en Rangún. Los monjes en procesión hacia Yangón, donde se han reunido decenas de miles de personas. Keystone

A veinte años de la protesta popular reprimida a sangre y fuego por los militares, Myanmar está de nuevo en la tormenta. Guiadas por monjes budistas, miles de personas ganan las calles para exigir una vida más digna.

En el curso de un viaje en septiembre, que coincidió con la primera protesta contra el alza de los precios, un periodista de swissinfo recogió los testimonios e impresiones de un pueblo hastiado de 45 años de dictadura.

El taxi se detiene al borde de la carretera que conduce a Mandalay, la antigua capital situada al norte de Yangón, a despecho de los camiones que circulan con las luces apagadas en plena noche. Una noche aún más densa por la ausencia de iluminación. En Myanmar, la corriente eléctrica hace honor a su nombre: alterna. Ayer hubo, hoy no, mañana… quizá.

“Sólo dos minutos, debo cargar gasolina”, dice el conductor antes de desaparecer en la oscuridad con un bidón de plástico en la mano. Inútil tratar de distinguir una eventual gasolinera: aquellos que no son miembros del Ejército o del Gobierno deben arreglárselas con el mercado negro.

“Antes, el galón costaba 1.500 kyats (alrededor de 1,5 francos) ahora, entre 3.500 y 5.000 dependiendo del día y del lugar”, explica el chofer a su retorno.

El lujo de trabajar

A mediados de agosto, las protestas comenzaron en algunas poblaciones ante el brusco aumento del precio del carburante (duplicado el precio de la gasolina y quintuplicado el del gas natural). Sin previo aviso, el costo del autobús que transporta a los trabajadores a la fábrica o al campo pasó de 400 a 1.100 kyats. Y eso, por los mismos trayectos llenos de baches y en los mismos destartalados vehículos. Con un salario diario de 2.000 kyats, el desplazamiento a sus sitios de labor se convirtió en un lujo inaccesible para la gente.

“Las personas se reunieron en las calles para protestar, pero intervino la policía”, narra a la sombra de un tamarindo un conductor de ‘trishaw’, la típica bicicleta de tres ruedas, mientras simula lanzar bastonazos.

A sus bien puestos sesenta años, un vientre prominente -“la cerveza, la cerveza”-, confiesa y unas piernas fortalecidas por 40 años de pedaleo, U Than está visiblemente deseoso de aprovechar uno de los pocos viajes de la estación de lluvias para practicar su inglés y descargar sus frustraciones.

“Al Gobierno no le interesa el bienestar de su pueblo, y es arriesgado abrir la boca…”, se interrumpe y lanza una mirada a la cámara del restaurante vecino. Los informantes del Gobierno pueden estar por todas partes. Hablar de política es riesgoso y U Than tiene muchas bocas que alimentar. Desvía pues la conversación a la pagoda y templo de Mandalay.

20 botes menos de arroz

La decisión de la Junta Militar no podía producirse en peor momento. La inflación es galopante (40 a 60% al año); el 90% de la población vive con menos de 30 francos por mes, y la seguridad alimentaria en diversas regiones rurales está en riesgo. Todo ello sin que el Gobierno mueva un dedo, según un informe de las Naciones Unidas.

“Antes, podíamos comprar de 35 a 40 botes de arroz”, recuerda U Than, más locuaz de nuevo en su sillín. “Ahora, por el mismo precio no se compran más de 20”. Quedarse sin arroz, triste destino para un país que aún en el siglo pasado figuraba entre los primeros productores mundiales.

El tren que parte a tumbos de Mandalay revela lo que la televisión oculta. En primer lugar, los rostros tristes de los niños condenados a alimentarse de desechos, y más lejos, los techos de las casas que asoman del agua. Suerte de isla de bambú que escapó a las inundaciones que devastaron también las costas de la India y de Bangladesh.

El Nirvana, negado a los militares

“¿Vienes de Pakkoku?”, me pregunta con ansiedad el gerente de una casa de huéspedes. “Escuché que algunos monjes se manifestaron públicamente, que la policía repartió bastonazos y que hay un muerto”.

La crisis de los precios no tardó en repercutir en lo que es la esencia de la cultura birmana: la religión. Para los monjes, el traslado de una pagoda a otra, mediante los transportes públicos, también se volvió un dispendio.

“Si las gentes tienen poco dinero -observa una turista española- las ofrendas en los altares serán menos generosas”. Algo que puede causar inquietud entre el medio millón de personas que en Myanmar ha hecho de la meditación su forma de vida y que cuenta exclusivamente con al generosidad de los fieles para su sustento.

Así pues, enfundados en sus tradicionales túnicas color púrpura, los monjes salieron de los templos para desfilar por las calles de las ciudades entonando sus plegarias budistas a guisa de reivindicaciones políticas.

“Llevan sus tazones de arroz invertidos”, hace notar el conductor de una carreta tirada por un caballo. Para los miembros de la junta militar, que ya no pueden obtener la gracia divina a través de sus limosnas, el camino al Nirvana ha quedado obstruido.

No violencia

En Yangón la lluvia es diluviana y muchos barrios están inundados. En la casa de un viejo amigo, el agua que se filtra del techo ha inundado el piso.

“Pero ni el diluvio detiene a los manifestantes y la población se ha unido a los monjes”, subraya. Le pregunto si recuerda la respuesta que me dio hace algunos años, durante mi primera visita a Myanmar, cuando le pregunté por qué la gente no reaccionaba.

Sonríe y sacude la cabeza. Lo recuerda muy bien. “Porque Buda nos enseñó la no violencia, pero vendrá un día en que la situación va a cambiar”.

swissinfo, Luigi Jorio de regreso de Myanmar
(Traducción, Marcela Águila Rubín)

Antigua colonia británica, Birmania (oficialmente Unión de Myanmar desde el 1989) obtiene su independencia en 1948. En 1962, un golpe de Estado conducido por el general No Win pone término a las veleidades democráticas del joven gobierno.

Desde hace 45 años, Birmania vive bajo el yugo de la dictadura militar. La supresión de los partidos políticos, la nacionalización de la economía y una severa represión de toda forma de libertad aíslan al país del resto del mundo.

En 1988, la Junta Militar reprime por la fuerza un movimiento de protesta estudiantil que duró algunas semanas. Varios millares de personas resultan muertas y los responsables del levantamiento, son condenados a largas penas de prisión.

En 1990, se organizan elecciones libres. La Liga Nacional para la Democracia (NLD), encabezada por la Premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, obtiene más del 80% de los votos, pero la nueva junta militar se niega a ceder el poder y detiene a los líderes de la NLD, incluida Aung San Suu Kyi, que vive en arresto domiciliario.

El jueves por la mañana, las fuerzas de seguridad lanzaron una ofensiva contra diversos monasterios en diferentes ciudades del país, golpearon a los monjes y detuvieron a cerca de 850 de entre ellos.

La víspera, varias decenas de millares de personas habían desfilado en Rangún y en otras ciudades, desafiando la interdicción de cualquier reunión de más de cinco personas.

El régimen reconoció que los enfrentamientos del miércoles con las fuerzas del orden habían arrojado un muerto, mientras que los dirigentes de las manifestaciones hablaran de por lo menos cuatro víctimas fatales.

En el frente diplomático, la presión internacional se acentuó con la convocatoria de una reunión urgente del Consejo de Seguridad de la ONU.

Estados Unidos y la Unión Europea llamaron a los militares al cese de la violencia y a establecer un diálogo con los líderes de los movimientos democráticos, incluida Aung San Suu Kyi.

El secretario general de las Naciones Unidas Band Ki-Moon decidió enviar de urgencia al emisario especial para Myanmar, Ibrahim Gambari.

Por parte de Suiza, la presidenta de la Confederación, Micheline Calmy-Rey, exhortó el martes a las autoridades birmanas a no utilizar la fuerza contra la población civil.

El martes, la Unión Europea expresó su solidaridad con el pueblo birmano pidiendo a las autoridades que respeten el derecho de manifestarse pacíficamente. Estados Unidos, por su parte, anunció nuevas sanciones económicas.

Contactado por swissinfo, el Ministerio suizo de Asuntos Exteriores comunica que “por el momento Suiza observa con gran atención cómo evoluciona la situación”.

“Invitamos con firmeza a las autoridades de Myanmar a emprender la vía del dialogo y a cooperar con el CICR (Comité Internacional de la Cruz Roja) y la ONU en materia de derechos humanos”, agrega.

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