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Desgarro y recuerdos en cementerios de la devastada Mocoa en Colombia

Una mujer llora sobre el ataud de un familiar muerto en un alud, antes de que sea enterrado en un cementerio en Mocoa, en el departamento colombiano de Putumayo, el 3 de abril de 2017 afp_tickers

Los cementerios de la devastada ciudad de Mocoa, en el sur de Colombia, se han convertido en centro de escenas desgarradoras, donde familiares de los más de 270 fallecidos lloran, recuerdan y entierran a sus seres queridos, entre reproches a Dios y a la naturaleza.

“¿Por qué a él, por qué te lo llevaste a él? ¿Hijito, por qué nos dejas solos?”, grita Flor Enil Lozada sobre el ataúd de su hijo Jhon, de 22 años, rodeada por sus otros seis hijos, que le acarician el pelo y la espalda.

Jhon, cuyo cuerpo reposa en un cofre de madera sellado con cinta pegante para evitar que se abra, murió arrastrado por la crecida de tres ríos que sorprendió a muchos durmiendo la noche del viernes en esta ciudad amazónica. Pero no falleció solo: el alud también arrastró a su esposa y a su bebé de año y medio.

“Eran los tres muy unidos, ellos se querían mucho, él adoraba a la niña. Eran tres en uno y así quedaron: murieron juntitos los tres en la cama, los recogieron casi todos juntos (del río) y ahora van a quedar juntitos en el hoyo”, dice Lozada a la AFP mientras espera que traigan también los cofres con los cuerpos de su nuera Katherine y su nieta Sara Valentina.

Otros familiares buscan en sus teléfonos móviles las fotos y videos de la pequeña familia: el primer cumpleaños de la niña, un viaje, la bebé bailando o los jóvenes esposos dándose un beso. Y las lágrimas brotan de los ojos de todos alrededor.

– “Si mi Dios nos quisiera” –

El cementerio funciona como una gran fábrica de muerte y dolor: a lo lejos el lugar al que llegan las familias a reconocer y retirar cuerpos, siempre envueltos en plásticos blancos; un poco a la derecha, la zona donde se evalúan los cadáveres y se colocan en cofres; y en todos lados, hombres removiendo tierra rojiza y cavando rectángulos en el suelo.

José Fernández, de 46 años, es uno de los voluntarios que cava las tumbas de sus vecinos: “Nosotros vivíamos en la otra orilla del río, Dios fue el que mandó el río para el otro lado porque si no hubiéramos desaparecido también”, afirma.

Este vendedor ambulante también tiene amigos y conocidos desaparecidos, pero en vez de entregarse al dolor prefiere echar una mano.

Al ir cayendo la noche en el cementerio Normandía, se encienden algunas velas sobre los montículos de tierra fresca. También se ven arreglos florales y algunos globos para acompañar la tumba de un niño fallecido. En el medio está el altar donde varios curas oficiaron una misa grupal.

Un hombre con una guitarra trata de animar a un grupo de deudos, pero los gritos de otro no dejan escuchar la música: “¡Si mi Dios nos quisiera, no nos matara así!”; otro a su lado suelta: “Era zona de riesgo, el río reclamó su espacio”.

– Entre el alivio y el horror –

En el llamado “cementerio antiguo”, la actividad también es frenética. Hombres van y vienen con bolsas de cemento para construir nichos y pequeños grupos de personas siguen un ataúd u otro.

Allí, Ninfa Sevillano, de 53 años, entierra a su hijo Anderson, de 21: era obrero de construcción y sobre su ataúd se lee “número 57, acta 40”.

El silencio que predomina en este lugar, en contraste con el otro camposanto, se rompe por un momento: “¡Mi mamá, mi mamá!”, llega gritando una joven desesperada, con una botella de alcohol en la mano y una bolsa de algodón en la otra para tapar el olor a muerte.

“Me dijeron que había una señora negrita por acá botada”, exclama. Un grupo de gente señala hacia arriba: en una capilla medio abandonada hay un cuerpo de mujer envuelto en plástico blanco.

Finalmente resulta no ser la madre de la joven, pero se corre por el camposanto la noticia sobre el cadáver abandonado y, cada tanto, llega algún curioso o familiar en busca de un ser querido: levantan el plástico, observan, niegan y siguen su camino, entre el alivio y el horror.

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