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Los desplazamientos y repatriaciones sumen a Afganistán en una doble crisis humanitaria

Un grupo de niños afganos posa el 18 de enero de 2017 en un campo de desplazados internos a las afueras de Jalalabad afp_tickers

Gul Pari vive con su familia en una carpa sacudida por el viento tras tener que huir de los combates, hacinados como muchos afganos en campamentos desbordados por los desplazados y la repatriación de refugiados desde Pakistán, Irán o Europa.

Afganistán, en guerra desde hace prácticamente 40 años, tiene muchas dificultades para absorber la afluencia de refugiados y solicitantes de asilo devueltos desde Pakistán, Irán o Europa. El país ya cuenta con medio millón de desplazados internos que han tenido que abandonar sus hogares por los combates en sus regiones.

Los desplazados se van con el material indispensable y a menudo viajan con niños de corta edad. Es el caso de Gul Pari. Se asientan con preferencia en las inmediaciones de grandes ciudades como Jalalabad, donde constituyen una carga adicional para los servicios públicos.

“Rezamos para que nuestras tiendas de campaña no se desplomen sobre nosotros por la lluvia”, afirma esta madre. Sus cuatro hijos están acurrucados al lado de una tetera.

Gul Pari huyó de su casa de Pachiragram, en la provincia de Nangarhar, cuya capital es Jalalabad, para escapar de las atrocidades del grupo yihadista Estado Islámico (EI), temido por las decapitaciones, incendios intencionados y ejecuciones que comete.

Sin embargo, lo peor, explica Gul Pari, es que obligan a las familias con una hija casadera o una viuda a colgar una banderola blanca en sus ventanas para señalar que tienen una esposa disponible para los combatientes del grupo.

“Más vale vivir en la miseria que convertirse en víctima de Dáesh”, suspira, designando al grupo EI por su acrónimo en árabe.

La ONU ha contabilizado un número alarmante de ataques cometidos por el grupo EI en Afganistán, y estima que las víctimas civiles “se han multiplicado por diez” en un año.

– De exrefugiados a desplazados –

En 2016, a medida que la violencia se extendía, casi 1.700 personas abandonaban cada día sus hogares y enseres. En total, según la ONU, más de 600.000 civiles.

Paralelamente, cientos de miles de refugiados volvieron de Irán y sobre todo de Pakistán. La mayoría de ellos se sienten desarraigados en su propio país porque la inseguridad les impide llegar a las regiones de donde son originarios.

Para colmo, la Unión Europea (UE) firmó en octubre un acuerdo con el Gobierno afgano que le obliga a aceptar a los refugiados a los que se les deniegue el derecho de asilo y hayan agotado los recursos legales. Esto puede traducirse en decenas de miles de repatriaciones adicionales.

“2016 fue un año récord en desplazamientos y regresos, estas dos situaciones tienen consecuencias graves” a nivel humanitario, recalca Matt Graydon, portavoz de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).

“El desafío es más complejo”, explica, “porque los refugiados se convierten en desplazados cuando son incapaces de llegar a su región de origen debido a los combates”.

Frente a la urgencia de la situación, la ONU reclamó 550 millones de dólares para el país en 2017 -un 13% más respecto a 2016-, argumentando que 9,3 millones de personas necesitarán asistencia, una cifra que representa a un tercio de la población.

El Gobierno afgano, dependiente en un 70% de la ayuda exterior para sus propios presupuestos, prometió otorgar una pequeña renta y una parcela de tierra a los que regresen, aunque no especifica cómo.

– “Ninguna dignidad” –

El regreso de un número creciente de afganos contribuye a hacer subir los precios y a rebajar los salarios de una mano de obra vulnerable.

Según Laurence Hart, jefe de la OIM en Afganistán, algunos refugiados vuelven a su provincia pese al peligro, sobre todo a Laghman, Kunar y Kunduz, muy inestables pero con un nivel de vida más asequible.

Los lugares seguros escasean en el país a medida que el Gobierno pierde terreno frente a los talibanes. La autoridades controlan menos del 57% de los distritos según el Sigar, un órgano que evalúa la acción estadounidense en Afganistán.

En los campamentos de Jalalabad, los incidentes son frecuentes. Algunos habitantes acusan a los refugiados de robarles las tierras.

A sus 38 años, Abdul Qadir se siente extranjero en un país del que se fue con 11 años para refugiarse en Pakistán.

“Mis hijos están enfermos porque el agua no es potable. No hay colegio, ni hospital, ni mezquita. Ninguna dignidad”, declara a AFP. “Nos fuimos a Pakistán para huir de la guerra y nos vemos obligados a volver a un país en guerra”, lamenta.

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