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Nace una yihad campesina en el centro de Malí

Un hombre que luchó junto a los yihadistas en el centro de Malí y que ahora vive en la clandestinidad, fotografiado el 7 de julio de 2019 afp_tickers

Con la cara oculta bajo un pesado turbante, recorre las calles de Mopti con su carreta de dos ruedas. Anónimo, se mezcla con la multitud de comerciantes y curiosos. Incluso su esposa no sabe su secreto.

Durante cuatro años, Ibrahim (nombre ficticio) se marchó oficialmente “en aventura”, como se denomina en África occidental el hecho de emigrar. En realidad, se unió a la ‘yihad’ (guerra santa).

El epicentro de la violencia que desgarra a Malí desde 2012 pasó, en unos años, de Kidal y Tombuctú (norte) hacia el centro del país. Entre ataques yihadistas, conflictos entre comunidades y bandidismo a gran escala, la situación se descontroló y empeora día a día.

Ibrahim fue uno de los hombres de Amadou Koufa, el líder de la ‘katiba’ (unidad de combate) Macina, una milicia que siembra terror en la región en nombre del Grupo de Apoyo al Islam y a los Musulmanes (GSIM), principal alianza yihadista del Sahel, vinculada a Al Qaida.

Predicador originario de una familia pobre de Mopti, Koufa dio un rostro y un ancla local a la yihad internacional, apoyándose en las frustraciones propias de la región y reclutando primero entre la comunidad fulani, de la que se dice su defensor.

Un día, cuando Ibrahim hacía pastar a sus ovejas, unos emisarios con turbante se le acercaron y le prometieron: “Te pagarán bien y lucharás por aplicar la ‘sharia’ (ley islámica)”.

El pastor, que debía alimentar a sus seis hijos, estaba en una situación de “tal pobreza” que, dijo, no pudo negarse. Sus ingresos se multiplicaron por veinte, equivalente a unos 450 euros por mes, que para él representan una fortuna.

Pero para ello, durante cuatro años fue combatiente, atacó aldeas y mató a “mucha gente”.

– Están en todas partes –

Tras desertar hace tres años, Ibrahim no pudo regresar a su casa. Cambió de nombre y a los 45 años vive en la clandestinidad, con miedo a ser hallado por sus antiguos compañeros de armas.

En la ciudad de Mopti, de unos 150.000 habitantes, ahora no es más que un trabajador manual anónimo que entrega paquetes para ganar algo.

En la llamada Venecia de Mali, antes visitada por turistas, ahora hay desplazados que llegaron huyendo de sus aldeas incendiadas, guías turísticos desempleados o excombatientes deseosos de ser olvidados.

La vida sigue su curso pero la actividad comercial es lenta.

En Mopti, los yihadistas son invisibles, pero están en todas partes. Saben todo lo que pasa en la región gracias a una red de informantes.

En junio, los soldados de la misión de mantenimiento de la paz de la ONU reforzaron su presencia para enfrentar la agitación en la región.

– La población se arma –

¿Cómo llegó al caos la región de Mopti? Cuando en 2012 grupos yihadistas vinculados a Al Qaida derrocaron al ejército maliense y se apoderaron del norte, las poblaciones del centro organizaron la defensa de sus aldeas.

Las armas de guerra procedentes de Libia fluyen. En el caos, los pastores fulanis, pueblo tradicionalmente nómada, se sienten particularmente vulnerables y piden en vano ayuda a Bamako, frente a los grupos mayoritariamente tuareg -pueblo de tradición nómada del desierto del Sahara- que atacan y saquean las aldeas.

Pero “el gobierno de transición se niega a armarlos por miedo a que algún día se vuelvan contra su autoridad”, subraya Boukary Sangaré, investigador del Instituto de Estudios de Seguridad (ISS).

“Entonces decenas se unen a los grupos armados que les ofrecen protección”, en particular el Movimiento para la Unidad y la Yihad en África Occidental (Muyao), presente en localidades al este de Mopti.

Los yihadistas explotan entonces el sentimiento de marginación de los pastores fulanis ante una administración y unas élites corruptas, que los tratan como “sin tierra”.

En esta región rural empobrecida, la escolarización es la más baja de Malí, y los conflictos por el acceso a la tierra son más violentos, las sequías más frecuentes y la presión demográfica es mayor.

“Los fulanis estaban enojados. Denunciaban desde hacía mucho tiempo la sobretributación de las zonas de pastoreo, las multas exorbitantes por el menor fuego de matorrales, y los ataques y robos de ganado de bandidos que arrasan la región”, dice Sangaré.

– “Semidiós” –

Fue el comienzo de una revuelta campesina. Algunos pastores formaron pequeños grupos de autodefensa o se unieron a los ladrones de ganado, muchos se sumaron a las filas de la futura ‘katiba’ Macina. Más tarde se convertirá en la principal marca yihadista del centro.

En esa época, Ibrahim fue a recibir entrenamiento militar a la región de Gao (norte). A finales de 2013 llegó a un ‘markaz’ (campamento) en el centro del país, en el corazón de un bosque situado entre Douentza y la frontera con Burkina Faso.

Un centenar de hombres viven ahí, por codicia, para aplicar un Islam riguroso o porque no tienen opción y, amenazados, participan en la “guerra santa” para proteger a sus familias.

Los hay de varias etnias, pero sobre todo muchos jóvenes fulanis que asumieron la causa de Koufa.

“Era un semidiós. Mis compañeros escuchaban sus sermones siempre en sus teléfonos móviles, interpretaban literalmente cada palabra”, cuenta Ibrahim.

Desde los años 1990, Koufa se volvió célebre por sus virulentas críticas al Estado y las élites locales, que atrae a estudiantes de escuelas coránicas y a los pastores.

Koufa llama explícitamente a los fulanis de Africa del Oeste a unirse, de Senegal a Camerún. “Mis hermanos, donde estén, vengan a apoyar su religión”, pidió en un video difundido en noviembre del 2018, acusando a los “infieles” de “matar y exterminar” a los fulanis.

– “Maestros del monte” –

Ibrahim es uno de los que realizaban “operaciones punitivas” en Douentza. No se separaba de su “PM”: una ametralladora de 36 balas. “Cuando un pueblo rechazaba someterse, colaboraba con las autoridades, se ordenaba ir a matar a la gente y quemar sus casas”, cuenta.

Un día, su jefe lo llamó. Las órdenes cambiaron. Ibrahim debía ahora degollar a los infieles. Su cerebro estaba anestesiado por pastillas e inyecciones que le administraban. “Nos drogaban las 24 horas al día. No era yo mismo”.

¿A cuántos inocentes asesinó? “Una veintena. Los degollé como si fueran ovejas”, dijo Ibrahim.

“Por mucho tiempo no entendí la gravedad de mis actos. Teníamos que poner a la gente en el camino correcto. Pero eso fue demasiado”, dice con voz temblorosa. “En ese momento decidió desertar”. A menudo, asegura, las imágenes de esas atrocidades lo persiguen en la noche.

Ibrahim partió, pero los yihadistas siguieron extendiendo su dominio.

En 2015 regresaron con fuerza en Malí con los primeros ataques espectaculares en el centro. Hoy, fuera de las pocas “ciudades-guarnición” donde está destacado el ejército maliense, casi no tienen resistencia en el campo: se les llama los “maestros del monte”.

Los artefactos explosivos improvisados siembran la muerte en esta tierra de nadie entre Mauritania y Burkina Faso. Todas las semanas, convoyes de cascos azules y soldados malienses son blanco de ataque en las carreteras.

Las aldeas acusadas de colaborar con el ejército están sometidas a “bloqueo”, como una en el círculo de Tenenkou, al oeste de Mopti, con la gente sin poder salir ni entrar so pena de ser asesinado o secuestrado.

En los “círculos” (departamentos) de Macina, Bankass o Bandiagara, los atropellos de los yihadistas se sumaron a las viejas tensiones entre pastores y agricultores por el acceso a la tierra. Una situación que se volvió explosiva desde hace cuatro años, con la creación de milicias de autodefensa bambara, dogón o fulanis.

Venganzas y represalias entre comunidades continúan. El 23 de marzo de 2019 más de 160 aldeanos, principalmente fulanis, fueron masacrados en Ogossagou.

Decenas de aldeas fueron atacadas en la región de Mopti. La violencia casi cuadriplicó el número de desplazados en un año, llegando a 70.000, según la ONU.

La respuesta de las fuerzas de seguridad malienses desde 2015 no ha resuelto nada. Peor, los soldados añadieron su cuota de abusos, sobre todo contra los fulanis. Muchos civiles, asimilados a los “terroristas”, han sido víctimas de detenciones arbitrarias y ejecuciones extrajudiciales, según la ONU.

– “El cielo y su techado” –

En los pueblos bajo “control” yihadista, su interpretación del Corán es ley: vestidos que cubren completamente a las mujeres, pantalones a media pantorrilla para los hombres, prohibición de escuchar música, fumar o beber alcohol.

Todo símbolo del Estado es vergonzoso. Administradores, magistrados o maestros, amenazados directamente, han desertado masivamente para refugiarse en las grandes ciudades.

Makan Doumbia, el prefecto de Tenenkou, ahora exiliado en Bamako, es un milagro andante. Pese al peligro, quiso permanecer en su puesto todos estos años. Y lo pagó caro: fue secuestrado en una emboscada en su todoterreno el 8 de mayo de 2018 y pasó nueve meses con los hombres de Koufa.

Sus secuestradores le dijeron estar “en guerra” con el gobierno. “Dijeron que los calabozos en Bamako están llenos de sus hombre. Entonces, ellos también, cuando encuentran funcionarios, los toman, son sus prisioneros de guerra”, informó.

El funcionario de 62 años recuerda el calor insoportable de algunos días, pero también de las tormentas de arena y las lluvias torrenciales que se abatían sobre los rehenes y sus secuestradores.

“La tierra es su estera, el cielo es su tejado”, dice Doumbia, quien estuvo encadenado a un árbol las 24 horas del día, hasta su liberación en febrero pasado.

Otros rehenes, entre ellos un magistrado y un militar- que conoció en su cautiverio, no sobrevivieron.

“No soportaron las condiciones de detención. Me quedé solo al final, en sus manos”, cuenta.

Pero los “hombres del monte” no se imponen solo por el miedo que inspiran. Debido a que logran instaurar cierto orden y sustituyen -a veces eficazmente- al Estado y sus representantes, los yihadistas gozan hoy de cierto reconocimiento.

Una relación compleja se estableció con el tiempo: “Los yihadistas no siempre son tan impopulares como se podría pensar”, señala Sangaré.

En las aldeas son pocos los habitantes que se resisten cuando llegan en motocicleta para recoger el ‘zakat’, la dádiva legal, uno de los pilares del islam. A cambio, esperan que sus “nuevos maestros” cumplan sus deberes.

“Cuando hay una disputa sobre el ganado o un problema familiar, intervienen rápidamente. Si estás equivocado, pagas la multa. No hay apelación posible, no hay corrupción”, dice un funcionario de Tenenkou exiliado en Bamako. “Por eso a la gente les gustan. La justicia es fundamental para un pobre”, agregó.

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