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Obama: El “sí, podemos”, sometido a la prueba de dos mandatos

El presidente estadounidense, Barack Obama, en un evento de campaña por la candidata demócrata a sucederle en la Casa Blanca, Hillary Clinton, en Cleveland, Ohio, el 14 de octubre de 2016 afp_tickers

Barack Obama conquistó la Casa Blanca después de llamar a los estadounidenses a “la audacia de la esperanza”, pero sabe que su lugar en los libros de historia será siempre medido con relación a las expectativas que hizo nacer en 2008.

Más allá de su gran sonrisa, su legendaria calma y su reconocida gracia cuando está bajo presión, ¿qué será recordado de su extraordinaria e imparable marcha hacia el poder y sus dos mandatos como presidente de Estados Unidos?

Este hijo de un ausente padre keniano y una madre blanca, que dividió su niñez entre Hawái e Indonesia, ¿será recordado por bajar las tasas de desempleo o por el operativo que provocó la muerte de Osama bin Laden?

¿O será, tal vez, recordado por haber recompuesto las relaciones con Cuba? ¿O por mantenerse firmemente del lado de un acuerdo global contra el cambio climático?

Cualquiera que sea la versión que los historiadores elijan, Obama, el primer negro en convertirse en presidente de Estados Unidos, ciertamente puede atribuirse todos esos éxitos.

Y sin embargo, en ese camino un sueño fundamental se malogró: el de la reconciliación nacional.

Los años de un Congreso paralizado en manos del opositor partido Republicano, y la elección de Donald Trump (que él nunca previó) después de una campaña electoral con niveles récords de agresividad, dejaron en evidencia una nación profundamente dividida.

En un país con solo dos partidos políticos viables las divisiones son previsibles, especialmente cuando Republicanos y Demócratas se niegan a trabajar de forma conjunta.

Con la presidencia de Obama volvió a la superficie, y con fuerza inesperada, una línea divisoria de carácter racial.

Aunque haya sido muy cuidadoso en evitar presentarse como el “presidente para los estadounidenses negros”, es posible que, paradójicamente, no haya sido el líder adecuado para actuar con relación a la cuestión racial.

– Aún popular –

Se trata de un jarabe amargo para un hombre que, al surgir en el mapa político estadounidense, dijo: “No hay un Estados Unidos progresista y un Estados Unidos conservador, solo hay un Estados Unidos”.

Las elecciones de noviembre pasado mostraron, sin embargo, que Obama no fue capaz de ‘leer’ el país que se transformó en el Estados Unidos de Trump: el de una clase trabajadora blanca o de clase media aterrorizada por los efectos generalizados de la globalización.

Con una cabellera más gris que cuando llegó al poder, Obama dejará la Casa Blanca con apenas 55 años de edad y su popularidad en alto, como ocurrió con Ronald Reagan en 1989.

Era relativamente un novato cuando lanzó su candidatura presidencial en 2008 con la promesa de transformar a Estados Unidos con su optimista lema de “Sí, podemos”, pero cuando entró a la Casa Blanca, en enero de 2009, su aprendizaje fue una pendiente acentuada.

Tenía apenas 47 años de edad en ese momento y Obama admitió que inicialmente subestimó la gravedad y las dificultades de hacer política en Washington.

Enfrentado a un caos económico y financiero, con sectores enteros de la industria al borde del caos, logró hacer aprobar un paquete de estímulo de 800.000 millones de dólares.

Tras una legendaria batalla en el Congreso, logró también la aprobación de la reforma del sistema público de salud, que permitió a 20 millones de estadounidenses contar con un seguro médico.

– Plano externo –

En el plano externo, sin embargo, Obama deja un legado contradictorio.

En ese sentido, el premio Nobel de la Paz que le fue otorgado en 2009 fue un cáliz envenenado. El comité del Nobel destacó sus “extraordinarios esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación”, a solo ocho meses de haber asumido el poder.

Como presidente, orquestó la retirada de las tropas estadounidenses de Irak y Afganistán y prohibió el uso de la tortura en los interrogatorios a sospechosos extranjeros.

También negoció un delicado entendimiento que devolvió a Irán al plano internacional con un acuerdo nuclear. Pero su prudencia y su pasividad ante la guerra en Siria dejó una sombra sobre su gestión.

En una entrevista en 2016, confesó que por momentos se ha sentido indefenso.

“A veces me pregunto: ¿hay algo sobre lo que no he pensado? ¿Hay alguna iniciativa más allá de lo que me presentaron, o que tal vez Churchill pudo haber visto, o tal vez Eisenhower pudo haber visto?”, dijo Obama a la revista Vanity Fair.

– Altos y bajos –

En algunas cuestiones, como el cambio climático, Obama aprendió a adaptarse.

Después de la enorme decepción por la cumbre de Copenhague en 2009, percibió que ninguna acción global tendría lugar si Washington y Pekín no se ponían de acuerdo.

El acuerdo alcanzado en París en 2015 fue, en gran parte, resultado de esa cooperación entre Estados Unidos y China.

A ese balance se le deben sumar dos claros fracasos: el de sus esfuerzos para hacer avanzar un entendimiento entre israelíes y palestinos y el cierre de la prisión de Guantánamo, en Cuba.

Dos días después de asumir el poder, Obama firmó un decreto ordenando el cierre de la prisión. Ocho años más tarde, aunque con menos prisioneros, el centro de detención sigue activo.

Obama buscó también construir una nueva relación con América Latina, con varios viajes a la región, e impulsó un histórico acuerdo con Cuba para restablecer relaciones diplomáticas y dejar atrás medio siglo de enfrentamiento.

Consciente de que su legado podría ser desmontado -o por lo menos en parte- por Trump, Obama mantiene su optimismo.

Después de la victoria de Trump, Obama pidió a los estadounidenses que acepten que “la historia a veces avanza en zigzag”, pero que siempre se mueve hacia adelante.

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