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Respuesta al 11-S: “Una traición a la sociedad civil”

Imogen Foulkes

11 de septiembre de 2001. Todos recordamos dónde estábamos exactamente ese día hace 20 años. Yo estaba en un albergue de solicitantes de asilo en la ciudad suiza de Friburgo, grabando un reportaje sobre el panorama de las personas cuyas solicitudes de asilo son denegadas.

Cuando llegué, en recepción no había nadie. Encontré a todo el mundo, tanto al personal como a los residentes, apiñado frente al televisor, viendo los acontecimientos de Nueva York. Cuando entré, el segundo avión se estrelló contra el World Trade Center.

Nadie olvidará la conmoción de ese día. Describir lo que se sintió al ver algo tan inimaginable, tan horrible, es tarea difícil, incluso ahora, dos décadas después. Esa tarde cuando volví a la redacción, un colega me dijo “bueno, Imogen, ya está, nuestro mundo ha cambiado para siempre”. Yo seguía tan concentrada en lo que acababa de ocurrir que no le entendí bien, y tardé en darme cuenta de cuánta razón tenía.

Ese día nuestro mundo cambió para siempre: desde esos pequeños inconvenientes a la hora de viajar, hasta los temores sobre nuestra seguridad, los prejuicios y la intolerancia hacia los grupos que se perciben como una amenaza, los cambios radicales en las leyes de seguridad.

Y ¿cuáles han sido las consecuencias para los derechos humanos? “Quiero que mi gobierno luche contra el terrorismo. Quiero que los autores del 11-S o de cualquier otro atentado terrorista comparezcan ante la Justicia”, dice Gerald Staberock, secretario general de la Organización Mundial contra la Tortura.

Aunque Staberock también lamenta que los atentados del 11-S, que califica como “negación de los propios valores de los derechos humanos”, hayan provocado  –en su opinión– “otro ataque a los derechos humanos, a través de la lucha antiterrorista”.

Mirando hacia atrás –con todo el conocimiento que tenemos de las entregas extrajudiciales, del centro de detención de Guantánamo, del hundimiento en agua y demás– ahora es muy difícil recordar que en los primeros meses e incluso años después del 11-S, ninguno de nosotros –ni siquiera quienes defienden los derechos humanos– éramos muy conscientes de cómo se estaba librando la “guerra contra el terror”.  

Una vez que esa guerra se llevó a cabo en serio en Afganistán, recuerdo haber recibido una pista, de manera confidencial, del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), que me dijo que estaban al tanto de los detenidos que eran trasladados desde la base aérea de Bagram, en Afganistán, pero que no tenían ni idea de adónde los llevaban. Según los Convenios de Ginebra, la función del CICR es visitar a los detenidos durante el conflicto, una función que fue imposible cumplir, al menos durante un tiempo.

Hasta cinco años después del 11-S las Naciones Unidas no crearon un puesto para informar sobre los cambios en la lucha antiterrorista. “En esa ausencia yace la historia de una zona libre de derechos humanos”, durante la cual “los Estados Unidos se movilizaron para practicar la tortura, las entregas extrajudiciales o el establecimiento de un agujero negro en el que se retenía arbitrariamente a la gente”, afirma Fionnuala Ní Aoláin, relatora especial sobre derechos humanos y lucha antiterrorista de la ONU.

Aceptación de la tortura

Los gobiernos han argumentado que las medidas extraordinarias son necesarias para contrarrestar amenazas extraordinarias. Ciertamente, ningún líder político quiere que se produzca un atentado del tipo del 11 de septiembre bajo su mandato. Y, tal y como muestran muchas encuestas de opinión, en nombre de la derrota del terrorismo, el público está dispuesto a comprometer algunas normas fundamentales de derechos humanos. 

Un estudio realizado en 2016 por el CICR reveló que, entre los mileniales de los países industrializados, muchos estaban de acuerdo en que la tortura estaba justificada si conducía a información que pudiera salvar vidas. Una gran mayoría de los jóvenes que viven en zonas de conflicto o bajo regímenes represivos, sorprendentemente, sigue oponiéndose a la tortura.

Este cambio en la opinión preocupa a Fionnuala Ní Aoláin, que señala que algunos gobiernos han pasado a justificar leyes cada vez más represivas en nombre de la guerra antiterrorista. “Ahora mismo en Arabia Saudí, Turquía, Egipto…, vemos que los gobiernos dicen que quienes defienden los derechos humanos son terroristas, que quienes defienden el medioambiente son terroristas, que quienes defienden los derechos de las mujeres son terroristas”.

¿Es el contraterrorismo contraproducente?

Fionnuala Ní Aoláin, curiosamente, es de Belfast. Creció con ataques terroristas y medidas antiterroristas. Y cree que “para la seguridad es contraproducente violar los derechos humanos”, un punto de vista con el que coincide Gerald Staberock. Recuerda una investigación que se realizó en Irlanda del Norte en la que altos funcionarios de seguridad admitieron que la detención preventiva había sido un desastre, no solo desde el punto de vista de los derechos humanos, sino también desde el punto de vista de la seguridad, porque “amplió la causa, hizo mucho más grande el problema… al victimizar a la gente, se debilita la causa”.

Fionnuala Ní Aoláin y Gerald Staberock creen que el término “terrorista” se utiliza demasiado, y que puede convertirse en un eslogan para que los gobiernos introduzcan todo tipo de legislación que, de otro modo, no justificarían fácilmente.

Staberock sostiene que “la mejor respuesta al terrorismo es desenmascararlo como asesinato. No permitir que se esconda detrás de la ideología. Desenmascararlo en un proceso penal ordinario, llevar a la gente ante la justicia, castigarla, atenerse a las reglas”.

¿Lecciones aprendidas?

Los primeros disparos en la guerra contra el terrorismo se hicieron en Afganistán hace 20 años. Hoy vemos cómo en ese mismo país se desarrolla un desastre humanitario y de política exterior. Mientras los diplomáticos occidentales corrían en pánico al aeropuerto, dejaron a millones de afganos –de nuevo– bajo el régimen talibán, el mismo grupo “terrorista” que los Estados Unidos y sus aliados querían derrotar y por el que entraron en Afganistán.

¿Hemos aprendido algo de los últimos 20 años?

“Parece que no hemos aprendido ninguna lección. Lo que parece que estamos haciendo es traicionar a la sociedad civil, abandonar a las mujeres, a quienes defienden los derechos humanos y a las niñas… cuando oportunamente decidimos que hemos tenido suficiente y es hora de irnos”, dice Ní Aoláin.

Pero, como defensora de los derechos humanos que es, no desfallece. “Si luchas por los derechos humanos siempre estás empujando grandes rocas montaña arriba, y ves cómo se caen, y nuevamente vuelves a empujar las mismas rocas hacia arriba. Pienso que quienes trabajan en derechos humanos en el contexto de la lucha antiterrorista están ante una enorme roca”, apunta Fionnuala Ní Aoláin.

El contenido de este artículo, incluidas las citas, procede del pódcast de SWI swissinfo.ch, “Inside Geneva” [en inglés].

Traducción del inglés: Lupe Calvo

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