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Las mesas de Ramadán, una tradición convertida en amarga necesidad en Túnez

Javier Martín

Túnez, 21 abr (EFE).- Las mesas de Ramadán, símbolo de la solidaridad y la naturaleza festiva que caracterizan también el mes sagrado del ayuno islámico, se han convertido en una amarga necesidad en los barrios populares de Túnez, empobrecidos por la profunda crisis económica que desde hace cinco años atraviesa el país y que ha agudizado la pandemia por la Covid-19.

En “hajj al Shaabi”, uno de los barrios más antiguos de Ariana, núcleo de población pegado a la capital tunecina en el norte, no todas las calles están asfaltadas, muchas carecen de alumbrado público y la basura se amontona en los rincones.

Situada al pie de una colina, los días de lluvia padece además el azote de las torrenteras, que descienden violentas, arrastrando detritos y piedra, arrasando muros e inundando carreteras.

Un problema añadido a los que sufre un barrio mestizo en el que viven deportistas de elite, trabajadores intermitentes que sobreviven con los escasos dinares que ganan al día en la construcción, la venta ambulante y la hostelería -estás dos últimas restringidas por el coronavirus- y cientos de migrantes subsaharianos que lograron asentarse.

“Venimos todos los días porque así los niños pueden comer”, explica a Efe Fatem, una anciana acompañada por su hija, de unos 25 años, y dos nietos de cuatro y seis años que sonríen con la bolsa de juguetes viejos que les han regalado.

“No tenemos ingresos y aquí es el único sitio donde podemos comer carne y pollo. Todo está cada vez más caro y no hay trabajo”, agrega la anciana mientras en el interior de un pequeño local una veintena de voluntarios del barrio amasan albóndigas de ternera, cortan verduras y hortalizas, y preparan el pan para los bocadillos.

SOLIDARIDAD VECINAL

El alma de todo ello es Mohamad Ghayapha, asesor del alcalde y delegado vecinal de “Hajj Shaabi”, empeñado en dar otro lustre y una oportunidad a los cientos de jóvenes, adolescentes y niños que lo integran, sin parques y espacios públicos para jugar, ni proyectos que les inviten a levantarse de los cafés.

En los últimos meses, ha logrado que se caven trincheras en la ladera para reconducir el agua, empedrado una escalera y conseguido que las máquinas municipales allanen la parte baja, donde colocará unas porterías para que los niños de la escuela vecina tengan un espacio donde hacer deporte.

Y por segundo año consecutivo ha organizado una mesa de Ramadán que sirve más de 200 comidas diarias para todo el que quiera acercarse, una tradición muy arraigada en países de Oriente Medio como en Egipto, pero menos habitual en Túnez, donde la población tiende a no mostrar la necesidad.

“Los ingredientes los compramos gracias a la generosidad de benefactores particulares, de personas ricas del barrio que quieren contribuir a mejorarlo y ayudar. Y el trabajo lo hacen voluntarios, es una labor necesaria”, explica a Efe Ghayapha, que lamenta no tener ayudas oficiales.

Desde el triunfo de la revolución popular que en 2011 derrocó la dictadura de Zinedin el Abedin ben Ali, Túnez ha sido escenario de una transición política hacia la democracia considerada modélica, pero ha fracasado a la hora de lograr una transformación económica similar.

Una década después adolece de los mismos problemas que entonces, agudizados por los atentados yihadistas de 2015 -que hundieron el turismo, su pilar- y el impacto de la pandemia, que azota con especial dureza a la economía sumergida.

Se ha multiplicado el paro juvenil, se mantiene la corrupción sistémica, se ha desplomado la inversión local y extranjera, aumentado el déficit y la inflación, se han estancado los salarios y el gobierno ha elevado los impuestos para tratar de compensar el desproporcionado gasto público.

BARRIO DE MIGRANTES

Un deterioro que ha empujado a miles de familias a la pobreza y espoleado los deseos de migrar, ya sea de forma regular e irregular.

“Nuestra idea es dar oportunidades a los jóvenes para que se queden, que puedan desarrollarse y encontrar un futuro”, insiste Ghayapha.

También sufren los miles de migrantes subsaharianos que tras huir de la pobreza en sus países se han topado con otra forma de miseria en Túnez, y que han convertido al país norteafricano en otro de los trampolines de la migración irregular a Europa.

Muchos, como Aladji Ndiaye, prefieren quedarse y tratar de sobrevivir con pequeños trabajos como hacía antes de la aparición del coronavirus, pero la competencia por esos trabajos míseros cada vez es mayor y las oportunidades menores, y son ahora más los que piensan en Túnez como una etapa hacia Europa.

“Soy senegalés y llevó dos años y medio aquí. Ahora las condiciones son muy duras por la pandemia y no es fácil lograr comida. Por eso agradezco esta iniciativa, me hace feliz”, resume a Efe Ndiaye. EFE

jm/pi

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