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El azaroso periplo nocturno de los inmigrantes en Hungría

Varios refugiados de diferentes países son acompañados por agentes de policía cerca de la ciudad de Szeged, en la frontera entre Hungría y Serbia, el 8 de septiembre de 2015 afp_tickers

Bajo un cielo estrellado, los inmigrantes surgen por la noche de los maizales y en una vía férrea. Vienen de la vecina Serbia y cruzan la frontera húngara en grupos de varias decenas.

Las luces giratorias de los vehículos policiales iluminan sus caras.

Pasados unos minutos, estos grupos se convierten en columnas de inmigrantes que caminan hacia la autopista que lleva a Budapest, donde serán bloqueados de nuevo por policías húngaros muy nerviosos.

La carretera que lleva a Roszke, un pueblo fronterizo húngaro situado a unos 170 kilómetros de Budapest y a 200 de Belgrado, está cubierta de mantas, zapatos y comida abandonada. Los inmigrantes, principalmente sirios, ya han pasado por Turquía, Grecia, Macedonia y Serbia. «¡Siria! ¡Siria!» y «Se acabaron los campamentos», gritan a la cara a los policías húngaros.

«No queremos vivir más en campamentos en Hungría ni en ningún otro sitio, las condiciones son horribles, hace demasiado frío y todo está sucio, huele mal», cuenta una joven siria de Damasco, en un inglés perfecto.

Agitando las manos, otros inmigrantes gritan «¡Queremos irnos, déjennos pasar!» y «Germany, Germany». Un policía contesta: «¿Es Alemania la que os ha enviado aquí?»; otro presiona la mano contra la cara de un inmigrante ordenándole que se calle. No obstante, los inmigrantes consiguen hacer retroceder a los policías desplegados y se abren paso con sus bolsas de plástico y sus hijos dormidos en brazos para ir a pie a Budapest.

A unos kilómetros de allí, Roszke, un pueblo de casas con las persianas bajadas donde las campanas de las iglesias suenan cada hora, parece indiferente a su situación.

Pese al frío, unos voluntarios austríacos caminan por la carretera distribuyendo platos de comida caliente y botellas de agua a los inmigrantes, envueltos en mantas. El termómetro ronda los cuatro grados por la noche.

Otros grupos avanzan por la vía férrea, en un movimiento que parece interminable. Los policías húngaros reclaman refuerzos.

A unos 200 metros de allí, unos sirios llegan a una gasolinera, donde un grupo de hombres pide a los periodistas que dejen de tomar notas y guarden sus cámaras fotográficas con una hostilidad apenas velada. Hay camiones y coches estacionados. «Buscamos taxis», explica un joven sirio, «piden 200 euros por familia para llevarnos a Budapest».

De repente, se escuchan gritos.

A unos cincuenta metros, un cordón policial bloquea a cientos de inmigrantes en la autopista que lleva a Budapest.

Las autoridades húngaras enviaron autobuses iluminados por una luz amarilla tenue para llevar de vuelta a los inmigrantes al campamento del que se fueron, en la frontera con Serbia. Están furiosos. Deciden sentarse en el asfalto de la autopista y no moverse de allí. Los pocos inmigrantes que aceptan ir a los autobuses para regresar al campamento son abucheados por sus compañeros de desgracias. Un disparo de gases lacrimógenos provoca más gritos.

Otra marea de inmigrantes se dirige hacia la autopista de Budapest, bloqueada por policías húngaros que hicieron llegar una decena de furgones y por otros inmigrantes, sentados y decididos a no moverse.

Más gritos.

Unos hombres transportan corriendo el cuerpo inanimado de un joven, aparentemente alcanzado por el disparo de gases lacrimógenos. Pasan los minutos y al final el joven es evacuado en ambulancia, ante la mirada de los inmigrantes extenuados, sentados en el autobús que los llevará a un campamento. Solo las luces giratorias de la policía iluminan la escena.

Ante la afluencia incesante de inmigrantes (más de 160.000 cruzaron ilegalmente la frontera húngara en lo que va de año, según Budapest), Hungría quiere reforzar las medidas contra la inmigración ilegal. El primer ministro húngaro, Viktor Orban, anunció el lunes que se acelerarán las obras de la valla en la frontera con Serbia.

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