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El genocidio de Ruanda en primera persona 

Imogen Foulkes

En Ruanda hace ahora treinta años estalló una violencia étnica, en la que las milicias hutus asesinaron a unas 800.000 personas tutsis. A raíz del genocidio, la comunidad internacional se preguntó cómo podrían haberse evitado aquellas matanzas. 

El comienzo de la década de 1990 fue una época de esperanza mundial: la Guerra Fría había terminado y, de repente, parecía que había sitio para un verdadero multilateralismo. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1992 celebró su primera conferencia sobre el medioambiente y un año después, la conferencia mundial sobre los derechos humanos.

“Los primeros años de la década de 1990 fueron tiempos de gran optimismo. [Existía] la sensación de que se podían abordar los grandes problemas”, menciona Gareth Evans, el entonces ministro de Asuntos Exteriores de Australia.

Pero al mismo tiempo, estallaron conflictos en la antigua Yugoslavia y en Ruanda y, a pesar del optimismo, el mundo no parecía capaz de abordarlos. Evans recuerda haber oído hablar de la violencia en Ruanda y haber sugerido que Australia podría contribuir a “una operación de mantenimiento o imposición de la paz” para apoyar a una pequeña fuerza de la ONU dirigida por el general canadiense Romeo Dallaire. Pero —según nos cuenta en nuestro pódcast [en inglés] Inside Geneva—, sabía que para conseguir que las Naciones Unidas aprobaran un mandato de intervención habría “verdaderos problemas”.

¿Por qué el mundo fue incapaz de impedir que en tan solo tres meses 800.000 personas fueran brutalmente asesinadas? ¿Ahora, 30 años después, tenemos mejor preparación para prevenir genocidios? Este es el tema de Inside Geneva esta semana.    

Ruanda pagó el precio de Somalia 

Mientras en el Parlamento australiano Evans planteaba sus preocupaciones sobre Ruanda, Charles Petrie trabajaba en Somalia como oficial al servicio humanitario de la ONU. También se había contagiado del optimismo de principios de los 90. Se presentó voluntario para el puesto de Somalia porque tenía “la sensación de un nuevo orden mundial”, de que Somalia sería una misión de la ONU con “el alivio del sufrimiento, básicamente la carta de la ONU” como esencia.

Pero Somalia no resultó así. Lo que comenzó como una operación de la ONU para paliar la hambruna se convirtió en escaramuzas sangrientas entre grupos armados somalíes, las fuerzas de paz de la ONU y —finalmente— las tropas estadounidenses, que, en el infame incidente del [helicóptero] Black Hawk derribado, sufrieron su mayor pérdida de vidas en una sola batalla desde la guerra de Vietnam.  

Así que cuando Petrie —cuyo optimismo sobre la misión de Somalia ya se había desvanecido— recibió la llamada de la ONU para ir a Ruanda, en un principio se negó. Sabía —dice— que después de Somalia “la comunidad internacional tenía muy poco apetito para intervenir”. Petrie estaba convencido de que Ruanda pagaría el precio del fracaso de Somalia, por lo que “cuando recibí la llamada para ir, me resistí. No quería ser testigo de otro fracaso”.

Esto parece un genocidio

Pero mientras Evans sugería fuerzas de paz de la ONU que no se materializaban y Petrie se resistía a ir a Ruanda en nombre del brazo humanitario de la ONU, pequeñas agencias de ayuda humanitaria lo intentaban.

A mediados de abril, Chris Stokes, de 28 años, cruzó la frontera entre Uganda y Ruanda como parte de un pequeño equipo de Médicos Sin Fronteras. Su plan era encontrar un lugar adecuado para instalar una unidad quirúrgica.

“Era frondoso y verde, pero no había nadie. Ni un solo ser humano vivo. Y al cabo de dos días empezamos a ver cadáveres”, explica. En un pueblo, Stokes se encontró con un anciano que le mostró una lista de nombres, todos tachados, y le dijo que todo el mundo —familias enteras, comunidades al completo— había sido sistemáticamente asesinado. 

Stokes y sus colegas estaban tan conmocionados que al principio no se dieron cuenta de lo que estaban viendo. “Vi al lado de la carretera algo que no había visto antes”. “En realidad era un pequeño lago, pero el agua no se veía, porque toda la superficie estaba cubierta de cadáveres. Tal y como recuerda Stokes, el equipo de Médicos Sin Fronteras (MSF) comenzó a pensar “esto parece un genocidio”.

Rezar para que fusilen a los niños 

Las matanzas continuaban a un ritmo de 15.000 al día, mientras el Consejo de Seguridad de la ONU dudaba sobre si enviar más tropas. Tras más llamamientos de colegas de las Naciones Unidas, en mayo de 1994, Petrie llegó a Kigali. Su primera impresión, rememora, fue “el silencio de la gente”, la sensación de “lo inevitable de su muerte”.

En una ironía obscena, el personal internacional de la ONU podía moverse por Ruanda con bastante libertad, pero prácticamente no podía salvar ninguna vida. Petrie visitó un orfanato en el que la monja encargada, sabiendo que probablemente ella y los niños que cuidaba estaban en una lista negra, le pidió que rezara por ellos. Cuando empezó a responderle, ella añadió: “Quiero decir que rece para que las criaturas sean fusiladas y no asesinadas a hachazos”.      

Treinta años después, Petrie sigue sintiendo gran ira por el “fracaso deliberado” del Consejo de Seguridad de la ONU. Culpa, en particular, a Estados Unidos, que tras sus pérdidas en Somalia “intentó asegurarse de que no hubiera una operación para mantener la paz, porque no querían formar parte de una operación para mantener la paz de la ONU, y no querían que se viera que NO formaban parte de una”.

Stokes recuerda que, tras presenciar lo que ahora describe como “muerte a escala industrial”, regresó a la sede de MSF decidido a relatar a sus superiores lo que había visto, “y ellos lo contaran al mundo”. Pensó que algo ocurriría para detener la matanza.

Responsabilidad de proteger 

El genocidio, finalmente, no terminó con la intervención internacional, sino con la derrota de un bando de la guerra civil ruandesa, el Frente Patriótico Ruandés, que derrotó a las fuerzas de mayoría hutu, responsables de gran parte de la matanza.

En la ONU existía la convicción de que algo como lo de Ruanda no debía volver a ocurrir. Gareth Evans fue designado para presidir una comisión llamada “Intervención y soberanía del Estado”, encargada de desarrollar un principio de la ONU de “responsabilidad de proteger”. 

Tal y como dice Evans, fue un largo proceso de negociación en el que muchos países defendieron la noción de soberanía, incluso en el caso de que se estuviera produciendo un genocidio. Pero las negociaciones llevaban consigo un tufillo residual del optimismo de principios de los 90: las diplomacias estadounidense, rusa y china estaban muy implicadas y comprometidas.   

En 2005, más de una década después de Ruanda, surgió la responsabilidad de proteger, que pasó a conocerse como R2P [responsibility to protect]. Tiene tres pilares: la responsabilidad de todo Estado de proteger a su propio pueblo de atrocidades masivas, como el genocidio, la responsabilidad de todo Estado de ayudar a quienes necesitan asistencia y, por último y más controvertido, la responsabilidad de todo Estado de reaccionar si se están produciendo atrocidades, con la sanción última de la intervención militar.

“Fue un gran logro”, afirma Evans. Pero ¿ha funcionado? Evans señala —con razón— que la R2P se ha utilizado más a menudo de forma preventiva, algo a lo que se presta menos atención. Cita como éxitos la prevención de la violencia en Kenia y las intervenciones en Liberia y Sierra Leona.

Libia 

¿Y qué hay de la intervención militar? En 2011, cuando el líder libio Muamar al Gadafi estaba a punto de lanzar un asalto sangriento contra Bengasi y se temía la muerte de decenas de miles de civiles, la ONU invocó el último recurso de la R2P, la intervención militar. Las fuerzas de Gadafi fueron “detenidas en seco”, apunta Evans, y finalmente fue derrocado.  

Pero, según Evans, los problemas surgieron cuando, a instancias del P-3 (Francia, el Reino Unido y Estados Unidos), la determinación de la ONU de proteger se transformó en un “cambio de régimen”. Esto, en opinión de Evans, “fue catastrófico” para la posterior respuesta de la comunidad internacional a Siria. Cuanto más decían los Estados Unidos y el Reino Unido “Assad tiene que irse”, menos inclinados a apoyar la intervención estaban otros Estados miembros de la ONU. “Debido a su extralimitación [en Libia]… no hubo condena, ni sanciones, ni amenaza de acciones penales, no hubo nada”.   

Hoy, sin embargo, Evans cree que la R2P ha merecido la pena, en el sentido de que ha creado “una nueva norma” que exige a los Estados no implicados que consideren la posibilidad de actuar ante crímenes atroces cometidos en otros lugares. Y sugiere que, si en 1994 hubiera existido la R2P y el Consejo de Seguridad de la ONU hubiera estado unido, podrían haberse salvado cientos de miles de vidas en Ruanda.

¿Perderé mi sentimiento de tristeza? 

Petrie y Stokes, testigos directos del genocidio, son menos optimistas. “Cuando en la actualidad se observan los conflictos, no veo grandes cambios”, afirma Petrie. 

“Creo que existía la impresión de que la R2P y la intervención internacional podían venir al rescate. Pero hemos visto que eso, en gran medida, ha fracasado. Pasamos de la esperanza y la ilusión de que se haría algo a ahora no esperar nada en absoluto”, añade Stokes.

Tanto Petrie como Stokes han continuado su labor humanitaria en zonas de conflicto, pero ninguno de los dos puede olvidar lo que vieron en Ruanda. Ambos admiten que hacer frente a ese recuerdo es duro. Stokes se recuerda a sí mismo que, aunque “parecía absurdo”, su equipo de MSF consiguió crear una unidad quirúrgica y “salvamos vidas. Incluso en los momentos más oscuros tienes que intentar salvar algunas vidas”.  

“Ser espectador del horror te pesa”, dice Petrie, que confiesa que ha probado la hipnosis para lidiar con algunos de los recuerdos, y que desde entonces se la recomendó a un colega, que le preguntó: “¿Perderé mi sentimiento de tristeza?”. Y Petrie le contestó: “No, nunca perderás tu sentimiento de tristeza”.  

Puede escuchar entrevistas en profundidad con Gareth Evans, Chris Stokes y Charles Petrie en la última edición del pódcast Inside Geneva [en inglés] de SWI swissinfo.ch.

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Texto adaptado del inglés por Lupe Calvo / Carla Wolff

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