
Los refugiados palestinos, divididos entre la razón y el corazón

En junio de 1967, Sobi Auad dejaba la ciudad de Jericó junto a sus padres bajo el fuego cruzado de los soldados jordanos e israelíes. Cincuenta años, siete hijos y 15 nietos después, sigue siendo un refugiado y vive con los suyos en Amán.
En medio siglo, su carpa instalada en el campo de refugiados de Wihdat, a unos cuarenta kilómetros de la casa de sus padres, de la que cuenta que se fue «corriendo», ha sido reemplazada por un edificio.
El campo de Wihdat, también conocido bajo el nombre de Campamento Nuevo de Amán, fue creado para recibir a los refugiados palestinos que emprendieron el éxodo tras la guerra árabe-israelí de 1948 y podría ser considerado un barrio más de la capital jordana.
Sin embargo, los numerosos grafitis recuerdan que en los campos de refugiados se está de paso, una «sala de espera antes del regreso» como proclaman los carteles a lo largo y ancho de Jordania, Líbano, Siria o los territorios palestinos que Israel ocupa desde la Guerra de los Seis Días.
Sobi y los 300.000 refugiados expulsados de sus casas por este conflicto viven en un estado de «nostalgia mortal» de Palestina, donde «la vida era bella a pesar de la pobreza».
El «derecho al retorno» de los refugiados, expulsados por la creación de Israel en 1948 y luego por la guerra de 1967, es uno de los puntos más complicados de solucionar en el conflicto árabe-israelí.
Para Israel, es impensable. Para la Autoridad Palestina, es un derecho inalienable.
Entre los refugiados, «no se olvida», como recuerdan los grafitis que cubren los muros de la mayoría de casas del campo de Dheisheh, en Belén (Cisjordania ocupada).
Son cerca de ocho millones los que viven divididos «entre el corazón -que quedó en la tierra de origen- y la razón, porque de hecho vivimos en el campo de refugiados», dice a la AFP Luai al Haj, militante asociativo.
– «Nada que perder» –
Ni el ejército israelí ni la Autoridad Palestina se meten en este laberinto de construcción caótica que creció en altura a falta de poder extender los límites del campo.
Se trata de un pequeño mundo paralelo donde las conciencias políticas son más agudas y la desesperanza más grande, alimentada por el sentimiento de «no tener nada que perder excepto sus cadenas y las carpas de refugiados», como decía George Habash, importante figura de la izquierda palestina.
Aquí, en las calles estrechas y sombrías donde las ventanas dan directamente a la casa del vecino, la política está omnipresente, pero es distinta a las del resto de los territorios ocupados, inmersos en sus divisiones.
«La solidaridad entre la gente es más poderosa en los campos. Hasta los partidos políticos adoptan decisiones unificadas», comenta Haj.
Entre los jóvenes de los campos y la Autoridad Palestina reina la desconfianza.
Para estos jóvenes rebeldes, la Autoridad es la que negocia con Israel y tal vez incluso algún día firme la sentencia de muerte del «derecho al retorno», renunciando a las tierras que reclaman los refugiados.
– Los jóvenes no olvidan –
A la espera de ese retorno, Abdelqader al Lajám, de 96 años, lucha cada día contra la idea de que los viejos «se van a morir y los jóvenes van a olvidar».
Uno de sus nietos obtuvo recientemente un permiso israelí para visitar la tierra natal. «Le mostré la casa y hasta la higuera que planté», dijo.
Sin embargo, lamenta, el amor al cultivo de la tierra se ha perdido y con él, el deseo de regresar.
Perdido en el recuerdo de la tierra fértil de otrora, señala a su casa en el campo de Dheisheh y suspira: «Ni siquiera me pertenece, todo esto, es de la agencia» de la ONU que se ocupa de los refugiados palestinos, cuyo presupuesto es cada vez más reducido.
Mohamed Nasar, por su parte, intenta mantener vivo el recuerdo del éxodo.
Junto a otros, este joven palestino mantiene en circulación un autobús de la época en la que los palestinos todavía podían desplazarse sin restricciones, «sin cruzar un solo puesto de control».
En otra época, estos autobuses realizaban los trayectos Jerusalén-Saná o Haifa-Beirut. Llevaban a los palestinos al cine de Amán o a peregrinos cristianos de Damasco a Jerusalén.
Cruzaron por última vez la frontera en 1967, «con pasajeros que, con sus maletas, tenía que dejar su país para ir a otro», recuerda.