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Paz y plebiscito: algunas lecciones del proceso colombiano

Una mujer envuelta con una bandera colombiana
Una mujer envuelta en la bandera de Colombia participa en una manifestación de apoyo al proceso de paz entre las FARC y el Gobierno de Juan Manuel Santos, el 24.11. 16 Keystone

El congreso colombiano ratificó recientemente los nuevos acuerdos de paz firmados por el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas (FARC), revisados tras el triunfo del No en el plebiscito del 2 de octubre. La oposición, liderada por el ex presidente Álvaro Uribe (Centro Democrático), inmediatamente cuestionó la ratificación parlamentaria con dos argumentos: la traición del presidente Juan Manuel Santos al mandato popular expresado en el plebiscito y la imposibilidad de que los acuerdos se ratifiquen por una vía diferente a la consulta popular. Argumentaré que ambos cuestionamientos son falaces.

Yanina Welp es directora regional para América Latina del Centro de Investigación sobre Democracia Directa de Aarau (c2d) y profesora no numeraria de la Universidad de San Gall. Es doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona) y coordina una investigación sobre mecanismos de democracia directa en 18 países latinoamericanos. courtesy

En primer lugar, el presidente Santos no traiciona el mandato popular porque ni la formulación de la pregunta del plebiscito de octubre (“¿Apoya usted el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera?”) ni los ejes de la campaña del NO permiten identificar un mandato programático claro. Recuérdese que el abánico de razones detrás de las que se movilizó el No incluyeron un amplio espectro de cuestiones, desde sorprendentes –por calificarlos de alguna manera– argumentos sobre la imposición de la “ideología de género”, que fueron fuente de ardorosos discursos por parte de sectores de la iglesia evangélica, a cuestiones relativas a los futuros derechos políticos de los guerrilleros o la estructura de propiedad de la tierra. No había consenso más allá del rechazo y el reclamo de revisión de unos acuerdos que originalmente contaban con 297 páginas y ahora se revisaron y se han extendido aún más.

En segundo lugar, el plebiscito no era obligatorio sino que se convocó a iniciativa del presidente. Fue una operación de alto riesgo, mal gestionada (comenzando por la bajada del umbral de participación requerido para validar los resultados a un indefendible 13 por ciento), y que salió mal. Sin embargo, el voto de apenas el 37 por ciento de la población, por un lado, y por otro, la ausencia de un mandato más allá de la revisión del acuerdo, no permite descalificar el congreso como instrumento de legitimación. Los argumentos son múltiples, entre ellos, los congresistas fueron elegidos por el 43 por ciento de los votantes. Por otra parte, las movilizaciones populares que se produjeron durante octubre y noviembre pedían la paz. En cambio, no ha habido manifestaciones masivas solicitando una consulta popular. En cualquier caso, el proceso debería invitar a una reflexión y mejora del andamiaje jurídico para evitar los vacíos legales y apelaciones judiciales que se han generado antes y después del 2 de octubre.

Entre los desaciertos del gobierno, uno recurrente, y que se ha repetido ahora, refiere a la escasa atención prestada al proceso comunicacional y a cierta improvisación en la toma de decisiones centrales. La democracia requiere que las reglas del juego sean estables, que no se adapten a gusto o en ventaja de unos determinados actores en circunstancias concretas. En sí, la ratificación por vía parlamentaria no es cuestionable. Sí lo es que se haya anunciado tarde, después de anunciados y publicados los acuerdos.  

No hay soluciones automáticas ni fórmulas capaces de resolver los problemas que sin duda conllevará la aplicación del acuerdo. La baja participación en el plebiscito y las diferencias entre el voto a favor y en contra entre territorios, sumadas a la volatilidad de las preferencias en una arena electoral cambiante, no permiten prever qué opciones defenderá quien ocupe el gobierno tras las próximas elecciones de 2018. De ganar la oposición liderada por Uribe, el arduo camino a la paz podría sencillamente cerrarse y convertirse en otro intento fallido de terminar con la guerrilla. La responsabilidad política, la movilización ciudadana y también los organismos internacionales que están acompañando el proceso tendrán un rol destacado y condicionarán sus posibilidades de éxito.

Entretanto, en un momento en que la ciudadanía se muestra crecientemente desencantada con sus representantes, los partidos tradicionales pierden peso estructurando las preferencias ciudadanas y las redes sociales digitales multiplican la información a disposición de los votantes (y tanto añaden fuentes alternativas como posibilitan poderosas estrategias de construcción de mentiras), el plebiscito de octubre, igual que el Brexit, es un llamado de atención.

Los referendos ofrecen buenas vías para acotar la discrecionalidad de los representantes, pero sus condiciones de realización importan. En primer lugar, sería conveniente que estos mecanismos estén regulados de modo que en lugar de ser instrumentos de refuerzo del poder de los poderosos, otorguen poder a la ciudadanía. O sea, mejor que los referendos sean obligatorios o activados por recolección de firmas, y no por los presidentes. Sin embargo, el marco legal es sólo una parte de la cuestión. El referéndum del 4 de diciembre en Italia era obligatorio (dado que la reforma aprobada en el congreso no contó con la mayoría requerida, y por tanto debía ser ratificada en referéndum, tal como establece la Constitución), pero al anunciarlo, el primer ministro Renzi lo asoció a su continuidad en el gobierno, personalizando la discusión, plebiscitando la reforma. Como Cameron, lo pagó caro, con su dimisión. Santos en Colombia llevó adelante una campaña que sentaba las bases para la polarización y la desinformación. De su parte: “esto o la guerra”; de parte de la oposición “la entrega del país a la guerrilla”. La rápida revisión de los acuerdos muestra que o bien se equivocaban en su interpretación de la situación (algo difícilmente aceptable para el presidente) o la manipularon esperando que el discurso del miedo garantice el triunfo. Un sector de la oposición redobló la apuesta de forma irresponsable, y ganó. ¿Cuestionan estos hechos las consultas populares? Definitivamente no, como tampoco puede el triunfo de Donald Trump conducir a cuestionar las elecciones como mecanismo de distribución del poder. Sí: es preciso discutir y mejorar las reglas del juego. 

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