
Poca esperanza de cambio para los más pobres de Amán

En Nazal, uno de los barrios más pobres de Amán, la comida que rompe el ayuno del ramadán es miserable. Aquí no hay adornos, sino hombres lívidos sentados en el suelo y montañas de basura.
En la última planta de un edidicio ruinoso, una mujer con el rostro oculto por un niqab que solo deja entrever los ojos, siente «vergüenza» -dice- de recibir a un equipo de la AFP en semejantes condiciones. Su hija de 5 años se agarra a su larga túnica negra.
Yusra Mohiedin se enteró de las últimas manifestaciones contra la carestía de la vida y las subidas de impuestos, pero para esta jordana de origen palestino de 38 años su problema diario va más allá, se trata de sobrevivir.
Con los cinco dinares (unos seis euros, 7 dólares) que gana cada día su marido enfermo recogiendo latas en la calle su lucha es cotidiana. Sin la ayuda material de una asociación, la familia no saldría adelante.
– «Aguas residuales e insectos» –
Desde que se casó vivió en siete apartamentos distintos, de los que fueron expulsados por propietarios hartos de no cobrar el alquiler al final del mes.
Yusra Mohiedin abraza a su hija. «De mayor quiere ser maestra», dice la madre. Pero la niña la mira como si supiera que para ella la vida no será fácil.
En este mes del ramadán, el sol se pone poco a poco en la ciudad de las siete colinas mietras millones de personas comen y beben por primera vez en el día. Se juntan en torno a platos abundantes y variados.
Yusra tiene que contentarse con recalentar un caldo amarillento aderezado con trozos de pepino.
En el mismo barrio, Rania Sobhi, de 37 años, vive con su marido y sus tres hijos en una pequeña casa «en la que sólo se aventuran las aguas residuales y los insectos».
«En invierno, cuando llueve, la casa acaba inundada por las aguas residuales», afirma, enfadada.
En el fondo del patio, un agujero hace las veces de fosa séptica. «Hay que vaciarlo una vez por semana, sino es una catástrofe», explica.
En la única habitación hay colchones de espuma rotos, unos al lado de los otros. Las paredes comienzan a enmohecerse.
– ¡Irse? ¿Adónde? –
«Todo el mundo me dice que me vaya, pero ¿adónde? Es lo único que podemos pagar yo y mi marido», vendedor de mazorcas de maíz.
En la calle principal del barrio de Nazal, un poco más animada que las callejuelas cercanas, todos los comercios abren al anochecer, como es costumbre durante el ramadán.
Los niños esperan su turno para comprar jugos, las chicas pasean y los hombres se sientan a conversar en sillas de plástico.
Jihad, un vendedor cincuentón de frutas y verduras, es fatalista. «Nuestro volumen de negocios cayó más del 50% con relación al año pasado y yo entiendo a la gente: ¿quién va a comprar un melón o una sandía si ni siquiera puede comprar pan?»
Él es muy escéptico sobre el resultado de las recientes manifestaciones que por el momento obligaron a retirar el polémico proyecto de ley fiscal del gobierno. «Nada cambiará, ¡el único que todavía puede salvarnos es Dios!».
En la acera de enfrente, Abud Agraba, vestido con una larga túnica, se ríe. «No se crea lo que la gente le dice. Aquí somos felices, no nos falta de nada. ¿Subida de los precios? ¿Impuestos? Nunca he oído hablar de eso», suelta con ironía. «Tengo un diploma de ingeniero, pero llevo años desempleado», añade acto seguido, con semblante serio.