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La pandemia, intramuros

Belén Couceiro

“Una epidemia era algo que sucedía en tierras lejanas, pero no en esta parte del mundo”, dice Mónica Subietas, periodista y escritora española que reside en Zúrich. En este artículo narra cómo es su día a día en plena crisis por el coronavirus.

Este virus nos ha pillado por sorpresa, aunque Hollywood lleve años hablando del tema en películas como Estallido (Outbreak) o Infectados (Carriers), y aunque un gurú tecnológico lo vaticinase en una charla TEDEnlace externo hace cuatro años. 

Una epidemia era algo que sucedía en tierras lejanas, pero no en esta parte del mundo. Lo que ocurre es que esto es una pandemia y, como tal, no entiende de fronteras. Por ello, a falta de un consenso mundial, cada país actúa como puede, más que como sabe. Porque en realidad nadie sabe cómo actuar. Nunca se está preparado para un cambio de paradigmaEnlace externo, que es lo que, al parecer, nos espera.

Quizá vaya en contra de quienes preferirían una mano más dura, pero yo agradezco al Gobierno suizo que, con la que está cayendo, confíe en nosotros y no nos prohíba salir de casa cuando por fin ha llegado la primavera. Sugiere que no lo hagamos, pero no nos lo prohíbe. 

El Bundesrat [Consejo Federal, Gobierno suizo] apela a la conciencia y a la responsabilidad de los ciudadanos. Por lo que veo cada día, y por las moderadas cifras de contagio (por el momento) comparadas con las de otros países, no lo estamos haciendo tan mal.

Dicho esto, admito que salgo cada día a dar un paseo corto por el barrio. Lo hago con mi hija, porque es difícil confinar a los niños, sobre todo cuando fuera luce el sol. Si nos cruzamos con alguien, instintivamente nos apartamos –nosotras o la otra persona–. No nos paramos en ningún sitio, solo salimos a caminar entre Wiedikon y Albisrieden [en Zúrich], por estirar las piernas y fabricar un poco de vitamina D. 

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Nos cruzamos con muy poca gente, la verdad. Suelen ser grupos de dos personas que, como nosotras, caminan y charlan. Al cruzarnos, todos respetamos la distancia. Algo que me gusta de este país es que sus ciudadanos son (somos) capaces de anteponer el bien común al personal, y eso, afortunadamente, es aún más contagioso que el dichoso coronavirus. 

La responsabilidad hace que te sientas culpable por salir, pero a la vez sabes que es necesario para tu salud mental y cuando sales, respetas las reglas. El sábado por la noche di un paseo más largo, sola, por el centro de la ciudad. Caminé unos diez o doce kilómetros en dos horas y apenas me crucé con nadie. En algunas calles incluso sentí un poco de miedo, para qué negarlo. Zúrich estaba desierta y el transporte público vacío.

Mi marido, en cambio, pertenece a ese grupo de profesionales que no puede teletrabajar y tiene que salir por obligación todas las mañanas, con el riesgo que eso supone para mi hija, para mí y para el resto de la población. Él se encarga de la compra y de atender las necesidades de su madre puesto que, ella sí, está recluida sin salida por pertenecer a uno de los grupos de riesgo. 

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Antes –porque ya hay un antes y habrá un después de esta situación–, abuela y nieta pasaban juntas una tarde a la semana. Ahora hablan a diario, para que el confinamiento de ambas sea más llevadero.

Los deberes de la escuela aportan cierta rutina a los días de encierro. Uno de esos aplausos multitudinarios de agradecimiento debería ser para los niños, que se adaptan a todo y encuentran la felicidad en cualquier parte (y otro para los profesores, que en un fin de semana armaron un plan B para miles de alumnos). 

Mi hija, sorprendentemente, lleva muy bien la situación. Desde el primer día, cada mañana hace de buena gana las tareas que le envía por correo electrónico su profesora. Para que no eche mucho de menos a sus amigas, de vez en cuando (porque aún no tiene móvil propio), habla con ellas por videoconferencia. También recibe sus clases de violín por esa vía de comunicación. Bendita tecnología. Gracias a esta rutina, las mañanas pasan rápido.

Las tardes, en cambio, se hacen largas; más aún porque las horas de luz van en aumento a medida que pasan los días. Ahí es donde entran los paseos, pero también la creatividad, para encontrar cómo llenar el tiempo evitando las pantallas, algo que no siempre es posible. Todo sirve: juegos, gimnasia, lectura, hacer un pastel, manualidades… o investigar sobre un tema de interés para su curiosidad infantil, más allá de lo que la enseñanza obligatoria ofrece. 

A veces, discutir y aburrirse también entra en la ecuación, puesto que ambas cosas son sanas en su justa medida. Sinceramente, este tiempo en el que parece como si el mundo entero se hubiera puesto en pausa me está ayudando a descubrir inquietudes de mi hija que se escondían tras la cortina del estrés diario. Los niños tienen su propia lógica. Deberíamos escucharles más, aunque sea porque, al fin y al cabo, el futuro es suyo.

Hasta aquí puede que todo suene más o menos estupendo, pero la vida no es Instagram y, por supuesto, hay momentos de crisis porque, además de madre, soy profesional. Como periodista freelance y escritora, suelo trabajar desde casa y estoy acostumbrada a pasar muchas horas intramuros… solo que sin niños. 

Trabajar con ellos alrededor es como hacer tres maestrías a la vez: en Negociación, porque tienes que pactar con tus clientes, con tus jefes, con tus personajes, con tus hijos, con tu marido, para llegar a todo, y aun así no siempre lo consigues. No soy Superwoman, ni quiero serlo. 

También en Paciencia, para no entrar en modo pánico y bloquearte o, peor todavía, terminar gritando. Y por supuesto en Gestión de Proyectos, para saber qué es urgente, qué es importante y qué es urgente e importante, pues será lo que haremos primero (o lo único que haremos). Lo que no es ni una cosa ni la otra, simplemente no lo hacemos. Para eso, habrá tiempos mejores. Por lo menos eso espero.

Mónica Subietas nació en Barcelona. Es periodista y escritora. Casada con un suizo y madre de una niña, reside en Suiza desde hace diez años.

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