Los supervivientes «invisibles» de la covid-19 en Kenia
Patricia Martínez
Nairobi, 2 feb (EFE).- En Kenia, aunque apenas se superan los 105.000 casos de coronavirus y las 1.850 muertes oficiales, son numerosos los «supervivientes invisibles» de una pandemia cuya respuesta se ha visto marcada por la violencia policial y el cierre de colegios.
Es el caso de Betty Muhambe. Cuando le canta a Dios su cuerpo se expande, y el mundo que a menudo la ignora se rinde ante su presencia. Todos a su alrededor, como ella supervivientes de una pandemia que muta y cada día aprieta con fuerza, se dejan arrastrar en una especie de trance. Sus carnes cansadas se revuelven y agitan, al tiempo que se reconfortan en la idea de que el Señor les escucha.
«Nos recuperaremos poco a poco, pero nada será como antes», medita desde Nairobi esta mujer menuda de 49 años, «nuestras vidas están predestinadas a no ser las mismas».
Ella lo sabe muy bien: la covid-19 le extirpó primero sus ingresos -tras la huida de casi todos los expatriados blancos para los que trabajaba-, y poco después, le arrebató a su hermano.
El nombre de esta empleada doméstica no aparecerá registrado entre los más de 114 millones de contagiados o los 2,5 millones de muertos por coronavirus que hoy acoge el mundo, pero al igual que tantos otros, afronta a diario los efectos colaterales de un virus que esparce impunidad y pobreza.
Una bala en el pecho y otra entre las costillas terminaron el pasado noviembre con la vida de su hermano, padre de tres hijos pequeños, en la ciudad occidental de Kakamega. Su familia asegura que la Policía le mató -junto a otros dos compañeros de trabajo- cuando volvían a sus casas más tarde de la hora permitida.
«La Policía ha disparado a mucha gente desde que se impuso el toque de queda nocturno. Incluso aquí en Nairobi muchos han sido abatidos sin piedad», denuncia Betty con un dolor resignado.
Pocos días más tarde, le pidió a su madre que dejara de perder el tiempo en comisarias -donde le pedían 5.000 chelines (unos 37 euros) para «investigar» su caso- y comenzó a juntar dinero aquí y allá para pagar la matrícula escolar y los uniformes de sus sobrinos.
Desde el inicio de esta pandemia, al menos 23 personas han sido asesinadas en Kenia en operaciones policiales para hacer cumplir las restricciones impuestas -entre ellas un adolescente de 13 años-, y solo entre los meses de marzo a mayo tuvieron lugar casi el 70 % de esas muertes, según datos de la ONG keniana Missing Voices.
«(El coronavirus) no afecta indirectamente a todos por igual, sino que va a depender de la clase social de cada uno», explica a EFE Aileen W. Fry, coordinadora de campañas de esta organización que aboga por una remodelación de la fuerzas del orden.
«Muchos de los asesinados durante el toque de queda no eran de clase alta, eran personas con pocos ingresos, y la mayoría de desalojos se han producido en los suburbios», recuerda Fry, quien reniega de la narrativa de que la covid-19 «nos iguala a todos».
Sin embargo, ese doble rasero de la Policía keniana -acusada de más de un centenar de ejecuciones extrajudiciales, según un informe de Amnistía Internacional de 2017-, no es un fenómeno nuevo sino que simplemente se ha exacerbado a raíz de la epidemia.
«LLEVAN LA CALLE DENTRO»
En el llamado centro financiero de Nairobi -un avispero de semi-rascacielos, matatus (autobuses públicos) que escupen humo y un par de parques descuidados-, Ryan Unyengo (nombre ficticio) repite que quiere regresar al colegio del que le expulsó el coronavirus.
Sin embargo, y pese a que la enseñanza intermedia reabrió sus puertas en enero tras nueve meses de parón, no ha hecho nada para volver a las aulas.
En 2019, Ryan se escapó juntó a unos amigos de la ciudad de Nanyuki -a unos 200 kilómetros al norte de Nairobi- rumbo a las calles de la capital, donde los 500 chelines que trajo consigo (menos de 4 euros) le duraron «dos días» y la mochilita en la que guardaba algo de ropa desapareció «en una noche».
Dos meses más tarde, el religioso Kwetu Hogar de Paz, uno de los cientos de instituciones para niños enraizadas en Nairobi, le ofreció un techo donde dormir y la opción de estudiar en un colegio próximo.
En marzo, el pavor a un coronavirus que ya aterrorizaba Europa paralizó la enseñanza, y Ryan retornó a las calles.
«Durante esta época de covid (el número de niños en las calles) ha aumentado porque no hay actividad en las casas, explica a EFE la hermana Janerose Nyongesa, directora de Kwetu. «Sus madres buscan trabajo, no encuentran nada, y ellos en lugar de quedarse en casa sin comida salen a mendigar», detalla.
Dos centros de Kwetu, que solían albergar a más de cien chicos, también se han visto muy golpeados por esta pandemia: por ahora no acogen a más niños al no poder costearse las pruebas de detección y muchos voluntarios dejaron de hacer visitas o de enviar alimentos.
Si bien no hay cifras oficiales de cuántos niños más podrían haber terminado en las calles, sólo en Nairobi eran más de 60.000 antes de la pandemia, según datos del Consorcio de Niños de la Calle (CSC), y expertos creen que tensiones económicas, el fallecimiento de progenitores, desalojos forzosos y el cierre de colegios -muchos de ellos internados- habría provocado un severo incremento.
«No me arrepiento (de haberme ido)», confiesa Ryan negando con la cabeza, tras haber intercambiado el vivir con su madre en Nanyuki -quien asegura le pegaba y le hacía labrar la tierra; algo que su hermano niega- por una libertad ajena a la mirada adulta, pero obnubilada entre chutes de queroseno y rugidos de tripas.
«Es una tarea muy difícil lidiar tanto con ellos como con las niñas porque llevan la calle dentro. Tienen un lugar en el que dormir, amigos con los que hablar. Lo que obtienen ahí fuera es lo que les impide después encajar en cualquier institución», se lamenta Thomas Ngumu, el trabajador social que en 2019 rescató a Ryan.
No lejos del centro de la ciudad que da refugio a Ryan, en el interior de una modesta iglesia de chapa del suburbio de Kawangware, los cánticos religiosos de Betty conmueven a una decena de feligreses: niños, madres casi adolescentes, hombres beodos.
«(Solo) cuando canto me olvido de todo por lo que estoy pasando, de mis problemas», confiesa entusiasmada. «No puedo ni dormir si ese día no he cantado», concluye de forma hiperbólica quien, también cada domingo, se asegura de que halla jabón y agua a la entrada de su parroquia a fin de derrotar a ese virus invisible. EFE
pms/pa/lab
© EFE 2021. Está expresamente prohibida la redistribución y la redifusión de todo o parte de los contenidos de los servicios de Efe, sin previo y expreso consentimiento de la Agencia EFE S.A.