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Sin libertad bajo amenaza de cárcel: la vida de un inmigrante en Singapur

Paloma Almoguera

Singapur, 16 mar (EFE).- Dos años después de que estallara la pandemia y mientras Singapur se abre al mundo, hay un colectivo que aún no disfruta de las mismas libertades que el resto de ciudadanos: los trabajadores inmigrantes, los más vapuleado por las infecciones y los únicos cuyos movimientos están todavía restringidos.

“Desde el ‘corona’, trabajar, ir al dormitorio; trabajar, ir al dormitorio”, dice a Efe con resignación Muthu Siva, obrero de la construcción de origen indio que reside en Singapur desde hace tres años, apenas 365 días antes de que estallara la pandemia de covid-19.

Poco después de registrarse los primeros casos en Singapur a comienzos de 2020, el patógeno se coló en los barracones donde viven los más de 300.000 inmigrantes de distintos lugares de Asia, sobre todo del sur, que construyen los rascacielos y carreteras de la próspera isla.

El hacinamiento en estas naves, con habitaciones compartidas por una docena de hombres, sin presencia de mujeres, puso en bandeja la rápida propagación del virus: bastaron semanas para que se convirtieran en el epicentro de los contagios, con hasta el 90 por ciento del total en los peores momentos, quedando cerrados a cal y canto por las autoridades.

PROHIBIDO MEZCLARSE CON LA COMUNIDAD

Se estima que un 50 por ciento del total de los trabajadores, a quienes durante meses se impidió salir estrictamente de los barracones salvo para ir a su puesto de empleo, acabaron por contagiarse.

Dos años después, sin ningún brote en los dormitorios desde septiembre de 2020 y con alrededor del 98 por ciento de inmigrantes vacunados, siguen sin ser libres: mientras el resto de los 5,7 millones de habitantes de la isla puede visitar cines, teatros, restaurantes, e incluso viajar al extranjero y regresar sin cuarentenas, estos hombres no pueden mezclarse con la “comunidad” salvo en contadas ocasiones.

“Los programas para visitar la comunidad para trabajadores migrantes que viven en dormitorios serán expandidos”, anunció Gan Kim Yong, que codirige la comisión ministerial de lucha contra la covid-19 en Singapur, el pasado viernes.

El también ministro de Comercio se refería a que, desde esta semana, hasta 15.000 inmigrantes vacunados podrán visitar a la “comunidad”, en el argot oficial, a diario, número que se eleva a 30.000 en los festivos y fines de semana; es decir, el 10 por ciento del total.

Hasta ahora, solo se permitía a 3.000 de lunes a viernes, y a 6.000 los sábados y domingos.

PENAS DE CÁRCEL

“Me gustaría, sobre todo, ir a la playa de Sentosa”, dice Muthu Siva, padre de una niña de tres años en India, a la que conoció in extremis antes de viajar a Singapur en busca de un estipendio para su familia. “A mí a cualquier sitio”, apunta su colega bangladesí Rahaman, una década más joven. “No se puede, pero parece que algo están mejorando las cosas”, acuña.

Aunque puedan salir de los barracones en días señalados, tampoco tienen plena libertad; deben solicitar su salida a través de una aplicación digital, que les dará o no luz verde, literalmente, y determinará el distrito en el que pueden moverse, así como el límite de tiempo, establecido en ocho horas máximo.

Normas que, de incumplirse, pueden acarrear penas de hasta dos años de prisión, lo que ya ha ocurrido con algunos trabajadores, según asegura a Efe Alex Au, portavoz de la ONG TwC2 (Transient Workers Count Too, los Trabajadores Migrantes También Cuentan).

“Sin que haya una justificación médica, estamos muy preocupados por que la ley se utilice con el objetivo de ejercer un control sobre este colectivo, lo que supone una violación de derechos humanos”, denuncia Au, añadiendo que regulaciones así muestran “un sesgo hacia estos trabajadores, considerándoles una amenaza de seguridad”.

VIDA EN BARRACONES

Los trabajadores inmigrantes en Singapur, encargados de empleos físicos descartados por la población local, ya vivían antes de la covid-19 apartados del resto de la sociedad, sobre todo desde unos disturbios en 2013 -los primeros en cuatro décadas- en el distrito “Little India” (Pequeña India).

Salvo los de algunas nacionalidades -como la china y la malasia, los grupos étnicos mayoritarios del país-, no se les permite vivir fuera de los barracones, y en general no tienen acceso a solicitar la residencia permanente, lo que sí pueden hacer los miles de extranjeros –denominados con el anglicismo “expats”- que conforman la parte más visible del centro financiero regional.

“Hay un grado de racismo en las medidas. El gobierno alega que no, y que tiene que tener cuidado porque lo exige la sociedad”, lamenta Au, quien cree que las autoridades han visto la pandemia como “una oportunidad para fortalecer su control y mantenerlo una vez la justificación ha desaparecido, como acostumbran los gobiernos autoritarios”.

A punto de retomar su trabajo tras tomarse una pausa en pleno distrito comercial de Singapur, donde los restaurantes empiezan a llenarse de gente que acude animosa a cenar y las tiendas atienden con primor a sus numerosos clientes, Muthu Siva dice aceptar su suerte y solo pensar en que, cuanto más trabaje, antes regresará a India.

“Antes del corona, éramos más felices. Ahora no es lo mismo, si quieres salir, te metes en problemas, así que para eso o trabajo o me quedo en el dormitorio”, concluye. EFE

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(Recursos de archivo www.lafototeca.com. Cód: 12659439, 12659434, 12659435)

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